Por Esteban Espejo
Relato de la experiencia de coordinación de dos talleres grupales, la significación de la locura y la problematización de que el saber psicoanalítico devenga en instrumento de poder.
Presentado en Jornadas del Servicio 31-A del Hospital Borda, a cargo de la Lic. Cristina Gartland, en diciembre de 2009.
El presente trabajo nace de la experiencia de coordinar 2 talleres en el Servicio 31-A del Hospital Borda desde hace 3 años, a cargo de la Lic. Cristina Gartland. Uno fue el taller de “Lectura de textos literarios” y el segundo, que actualmente sigue en funcionamiento, es el de “Lectura y comentario de noticias”. Éste fue mi primer acercamiento a eso que llamamos vagamente “locura”. Justamente, la inexperiencia e ignorancia en este campo a veces permite acercarnos de mejor modo, en especial en este tipo de dispositivo terapéutico como son los talleres.
Recuerdo que uno de los primeros obstáculos con que me había encontrado para trabajar era el choque del ambiente del Hospital, donde el espacio y el tiempo tenían una práctica y una lógica muy diferente de lo que se llama “mundo exterior”. En este ambiente no sólo se revelaba la humedad y fisuras edilicias, el control institucional del tiempo y de las actividades de los cuerpos de los pacientes, sino también la locura de ellos junto con cierto abandono social. En mi experiencia hubo un primer momento cuyo obstáculo principal estuvo signado por la locura muda, inexpresable. Este obstáculo –que en principio era exclusivamente mío– se resignificaba a partir del desarrollo del taller; esa asfixia en el pecho, en el estómago o en la garganta se transformaba en la apertura del habla, en ese texto literario que leíamos, que escuchábamos, donde la palabra no sólo contenía la capacidad de significar, sino la potencia de convertirse en voz, en ritmo significante. A partir de estos textos nuestra iniciativa era devolver la palabra a los pacientes, y en ese espacio era donde se entrelazaban saberes, experiencias, recuerdos y, por qué no, fantasías que alojaban la locura hasta expresar sus incoherencias, ambigüedades y el estallido del discurso cuando pierde la idea directriz, a veces por suerte. Por eso, uno de los objetivos principales del taller era que esa locura pudiera expresarse, o mejor, que algo hable más acá y más allá de la misma. Se apuntaba a una determinada forma de locura, en la que el sujeto no quedase pasivo frente a esa densidad institucional del Borda, sino que pudiera decir su palabra, y tal vez, más allá de ésta, su propio nombre.
Para un sujeto del que se dice que está loco –y especialmente en instituciones que tienden a ser “cerradas” o “totales”– el nombre es uno de los pocos rasgos que conserva algo familiar. Cuando un sujeto ingresa a un neuropsiquiátrico va perdiendo, a veces olvidando, lo que él significa para los demás, y lo que los demás y las cosas que tiene o que hace significan para él. El nombre propio también puede hundirse en el olvido, y rescatarlo, pronunciarlo era uno de los gestos más subjetivantes; y no sólo sigue siendo la posibilidad de que integre una nomenclatura, sino de aproximarnos a una intimidad, aún más que llamarlo por el apellido. En una sociedad como la nuestra que expulsa la locura para poder constituirse en un conjunto que pretende ser “sano” y “razonable”, el lugar donde queda el loco es el de exiliado en su propio país. Se lo llamó por mucho tiempo “alienado”, indicando una exclusión indeterminada, porque no se especifica respecto a qué queda alienado. En este marco de alienación generalizada algo que parece tan nimio como llamar a un paciente por su nombre y hacerle preguntas, a veces es despertarlo, devolverle la posibilidad de que pueda ubicarse en un grupo o en una actividad, o que pueda pensar qué siente o piensa sobre los espacios en que está implicado. Tanto en el taller de textos literarios como el de noticias se trata de una voz, una voz que es un lugar abierto para quien pueda y quiera tomar, y desde allí expresar una opinión, una sensación que pueda ser compartida por otros o no. Por eso, la dinámica del taller es un espacio colectivo que intenta amparar cada singularidad, donde éstas se encuentran y desencuentran.
El acto de hablar involucra al nombre y lo excede. Cuando hablamos, lo hacemos desde ciertas identificaciones, y en este sentido, estamos en relación con nuestro propio nombre, con la forma en que los otros nos nombraron. Además, al hablar a veces nos soltamos de los nombres que nos inventaron los otros, cuando el discurso se excede a sí mismo y a las leyes que lo gobiernan: en este lugar se manifiesta algo de la locura. Pero ¿cómo puede expresarse esta locura? Las fisuras y la libertad exasperante de este discurso nos acercan a algo más que a un delirio o una alucinación, que son las formas clásicas que desde el estructuralismo del psicoanálisis indica la palabra del psicótico. Y en el punto en que el carácter subversivo e instituyente del discurso psicoanalítico se vuelve parte del universal de lo instituido, se obturan los vértigos que en principio son imposibles de rotular, como esa palabra, a veces mortífera o moribunda, que el loco deja oír. El mismo Foucault percibe en su texto oral El orden del discurso, que aunque el psicoanálisis ubique y escuche desde otro lado a la locura, sigue manteniendo una línea de separación social del discurso de la locura a partir del “armazón de saber” que ejerce –al igual que las instituciones y saberes clásicos.
Siguiendo a Foucault, podríamos pensar que en la concepción de la locura y cierta forma que el psicoanálisis tiene de abordarla, está implícita una práctica y un saber unidos al poder; es allí donde podemos ubicar lo que Foucault señala como voluntad de verdad, en tanto “prodigiosa maquinaria destinada a excluir”. Pero el filósofo no se contenta con remarcar este desvío y este movimiento de exclusión, sino que busca algún rumbo posible en diversos escritores.
Todos aquellos, que punto por punto en nuestra historia han intentado soslayar esta voluntad de verdad y enfrentarla contra la verdad justamente allí donde la verdad se propone justificar lo prohibido, definir la locura, todos esos, desde Nietzsche a Artaud y a Bataille, deben ahora servirnos de signos, altivos sin duda, para el trabajo de cada día.
No es casual que Foucault se oriente en estos tres autores, cuyas obras no pretendían consolidar un sistema de pensamiento, sino acceder a la palabra fragmentaria y contradictoria, al azar y al acontecimiento, al otro lado de la razón, donde se revela el inconsciente, pero también la locura. Así lo expresa George Bataille:
La poesía abre la noche al exceso del deseo. La noche abandonada por los estragos de la poesía es en mí la medida de un rechazo –de mi loca voluntad de exceder el mundo. La poesía también excedía este mundo, pero no podía cambiarme.
(…)
Continuaba impugnando los límites del mundo, viendo la miseria de quienes se conforman con él y no pude soportar mucho tiempo la facilidad de la ficción: exigí la realidad y me volví loco.
Un taller terapéutico puede soportar el habla fantasiosa, un chiste inesperado y hasta expresiones poéticas, como también el testimonio de la locura, la tristeza de los fines de semana o el tiempo que se ensancha hasta hacerse insoportable. ¿Cómo podemos escuchar estos dichos desde el psicoanálisis? Tal vez sea necesario preguntarnos una y otra vez la función de nuestra práctica en los tiempos que corren, confrontar el trabajo que sostenemos todos los días.
Tanto Freud como Lacan reflexionaron sobre el porvenir del psicoanálisis desde distintas épocas. Quizás ahora nos toque a nosotros hacerlo en una época que parece la contratara del no-saber, donde todo está demasiado a la vista y sobre cada cosa se tiene información y una técnica. Después de todo, el psicoanálisis siempre estuvo al costado de su época, y podríamos decir, al costado de la unidad que pretende el Yo de la modernidad. La potencia del inconsciente nos deja también desnudos a los psicoanalistas, como hizo con el mismo Freud; y es esa incertidumbre que nos sorprende en los sueños y síntomas la que tal vez debamos soportar. En este sentido, el porvenir del psicoanálisis no sólo depende de que el discurso capitalista lo excluya, sino de que los psicoanalistas podamos soportar el deseo sin convertirlo en saberes que lo clausuren.
¿Será posible que nos permitamos escuchar una palabra que tenga una íntima relación con la locura pero no con la psicosis, una palabra que desgarre el habla común y que no interpretemos patológicamente, al modo de la deficiencia? En estos tiempos donde el psicoanálisis se integra por momentos a la máquina capitalista, donde el éxito es el exceso de saber y la técnica de resolver y conocerlo todo, en especial los diagnósticos, tal vez podamos –recordando el romanticismo– devolverle la sensibilidad a la locura, cierta belleza donde nos permitamos sorprendernos y callar la máquina de la teoría y la utilidad. Sin hacer de la locura una apología ingenua, quizás podamos escucharla a partir de una ética que posibilite una mayor dignidad a los pacientes.
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