Por Esteban Espejo
El escrito apuesta al acto amoroso en una época de incertidumbre, atravesada por el nihilismo que interpelaba a Nietzsche. A través de diversas figuras míticas del amor se articula el deseo y el goce a partir del Seminario 8 y el 20 de Lacan.
Presentado en la 3ª Jornada de Cátedra II de Psicoanálisis: Escuela Francesa, de la Facultad de Psicología de la UBA: “El amor…aún”; sábado 1º de Septiembre de 2012.
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El amor en tiempos del cólera: falta y exceso
En El amor en los tiempos del cólera se cuenta la historia de un hombre que esperó el amor de una mujer toda su vida, desde su juventud hasta las arrugas de los cuerpos que parecían borrar la belleza de la que se había enamorado. Recién cuando la novela declina entendemos que la belleza no estaba en las pinceladas y los gestos de la mujer, sino en esa pasión que nuestro héroe sostuvo toda su vida a lo largo de los tiempos del cólera. Esta fue la apuesta que compartieron García Márquez y Lacan para no extraviarse en su tiempo. Dice en el Seminario 20: “el amor pide amor. Lo pide sin cesar. Lo pide… aun. Aun es el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor”.[i]
Nietzsche combatió a martillazos la filosofía que se preguntaba por el qué de la cosa, porque la respuesta siempre recaería en esencias y en fundamentos metafísicos oxidados. Su pregunta es quién[ii]: en cada cosa que pensamos debemos interrogarnos por el quién de la cosa, es decir, por las fuerzas, lugares y sujetos que intervienen en ella. Por eso no preguntamos qué es el amor, sino quién es; así nos lanzaremos hacia los textos que además de dilucidarlo, lo ponen en acto.
Según perspectivas griegas, el amor se encarnó en Afrodita y en Eros. En la Teogonía, Hesíodo cuenta que en el principio existió el Caos; luego fue Gea (Tierra), Tártaro (inframundo) y Eros, “el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva el corazón de todos los dioses y todos los hombres y la sensata voluntad en sus pechos”[iii]. El amor –ya desde hace 2700 años– afloja los miembros del cuerpo y cautiva el corazón y la voluntad: en términos lacanianos, el amor tiene un registro real, simbólico e imaginario.
Otra versión de Eros es la que Lacan señala en el Seminario 8 a partir de una cita de El banquete de Platón: concebido por Poros (recurso, la abundancia) y Penía (aporía, la pobreza) en el cumpleaños de Afrodita. La Pobreza, que estaba relegada de la fiesta por su condición carente, aprovecha el momento en que la Abundancia duerme por el exceso de alcohol y se hace coger por él. La Pobreza se vuelve activa y pone en acto el único saber que tiene, como Sócrates, el saber de lo no sabido, el saber del amante que da lo que no tiene. De este coito nace el amor, del encuentro entre la abundancia y la carencia, entre el exceso y la falta, el goce y el deseo. ¿Acaso no tiene un poco de uno y un poco de otro, o de ambos al mismo tiempo? ¿Qué es el acto amoroso sino una ausencia llevada al extremo, la intensidad de un deseo que se aproxima a la voluptuosidad?
Si aludimos a los mitos griegos no es por una ridiculez erudita, sino porque el amor es en sí mismo un mito, un decir que conlleva una práctica sagrada. Lacan se cansa de señalarlo en el Seminario 8: los dioses son lo real; también afirma que “el nacimiento de Afrodita es cada día”[iv]. El mito aproxima esta dimensión real a una estructura significante, insistiendo que sus consecuencias acontecen cotidianamente. Con el sentido sagrado del amor nos distanciamos de ciertas versiones “líquidas” del mismo: muchos autores –filósofos, psicoanalistas, sociólogos– se regodean en el nihilismo y la imposibilidad de sostener el amor por infinidad de causas. Una de estas causas sería la práctica mercantilista, o sea, el ofrecimiento constante de objetos de consumo para nuestro placer inmediato. Siguiendo esta línea, nuestra época neohedonista estaría al servicio del placer pulsional desligado del amor y el deseo. Este horizonte desolador se intensifica si planteamos que esas prácticas hedonistas tienen la misma lógica que nuestro tiempo tecnócrata, es decir, gobernado por corporaciones que se sostienen en el abuso de la técnica y degradan la ciencia, como bien lo precisó Heidegger. Ahora bien, este panorama puede arrojarnos directamente al nihilismo si no hacemos intervenir Otra cosa, que es más una apuesta que una ideología.
Si nos preguntamos por el quién del amor, es decir, por la enunciación, por las fuerzas y lugares que intervienen en él, es porque seguimos sosteniendo su apuesta. “En el peligro está lo que salva”, citaba siempre Heidegger de su amado poeta, Hölderlin. Si el pensamiento y las prácticas amorosas están en peligro no es sólo por la desvergüenza del mercado y las imágenes que nos ofrecen en las pantallas, sino porque demasiados eruditos llevan el nihilismo de nuestra época hasta la náusea de Nietzsche, o sea, convierten el cólera de nuestra época en el mal irreparable, sin detenerse a pensar que en el mismo cólera puede existir la vacuna que nos salve de él, como lo intentó García Márquez en su hermosa novela. Para Nietzsche, el nihilismo –en su vertiente pasiva– era una voluntad de la nada, una fuerza que promovía la muerte sin ningún rastro de amor o ternura; le quitaba a la vida su poder de afirmación y sus valores creadores para arrastrarla a la miseria del resentimiento. Por eso despreciaba tanto a los ateos nihilistas como a los sacerdotes que degradaron el amor al confundirlo con la compasión y la culpa. En otro sentido, pero regidos bajo la misma fuerza, en la actualidad se invierten toneladas de investigaciones en afirmar la vacuidad del amor en nuestro tiempo, que es la consecuencia de refugiarse en la desacralización, es decir, en la pérdida de los espacios sagrados.
Si seguimos la intuición de que “en el peligro está lo que salva”, debemos pensar nuestra época hasta extraer una afirmación que no sea consecuencia de una previa negación. En el amor interviene una afirmación insensata que prescinde de motivos, y al mismo tiempo, su origen es una causa irremediable donde quien ama es el ello y no el yo. Por eso nunca podemos justificar el amor: allí se derriten las escenas promovidas por el yo ideal y las excusas de nuestra conciencia. Quizás el amor sea el acto que más nos aproxima a lo sagrado en nuestra época; quizás sea el resto que queda por fuera del cólera de nuestro tiempo. Y al mismo tiempo, el amor no es nada de eso; cuando intentamos cernirlo lo expulsamos al otro lado, afuera de la metáfora. ¿No es esto lo que seguía pulsando en Lacan, Aún, cuando todavía no estaba tan viejo para el amor?
Otra versión griega del amor nos lleva a Afrodita. En la Teogonía, Urano, el dios primordial del cielo, era un padre tirano que hacía sufrir a sus hijos durante el parto, y por ende, a Gea, madre de éstos. Gea les implora a sus hijos que maten a su padre para terminar con su despotismo; Cronos se ofrece a ello y planea junto a su madre la castración del padre. Durante el coito entre Gea y Urano, Cronos corta los genitales del padre y los arroja al mar: de estos genitales cortados y hundidos en el océano nace la espuma divina, Afrodita. La Diosa de la lujuria y la belleza nace adulta: podríamos presumir que su adultez implica un saber y un exceso, el exceso de la atracción sexual; para los griegos esta Diosa se hacía presente en cada acto erótico. Pero no olvidemos que Afrodita nació de unos genitales cortados; el padre de ella no fue Urano, sino su castración.
Aún. Ocho años antes de morir Lacan aún seguía insistiendo: entreveía que en su enseñanza faltaba un discurso sobre los goces. Más que a un discurso, en el Seminario 20 comprimió sus palabras a dos fórmulas y al aforismo “No hay relación sexual”. ¿Fórmulas de qué? ¿Del goce en el lado masculino y femenino?, ¿del deseo? Fueron fórmulas que quisieron escribir el amor, y quizás fallaron. ¿No se dice por todas partes que no hay fórmulas para el amor, que los gestos tentativos que realizamos serán equívocos? Y sin embargo, esto no impide el acto amoroso, es más, lo precipita. El amor, en nuestra versión contemporánea, nace del equívoco, del malentendido entre dos lados sexuales que buscan siempre una cosa distinta a la que encuentran. Lacan afirma: “Lo que suple la relación sexual es precisamente el amor”.[v]
El $ del lado masculino se dirige al a del lado femenino; el La barrado del lado femenino (que es donde ubicamos al sujeto mujer) se dirige a dos puntos: hacia el significante fálico ubicado en el lado masculino y al significante de la falta en el Otro, ubicado en el lado femenino. Esta mera descripción es la figuración de la discordancia entre los sexos, el modo que encontró Lacan para formularse la no-relación sexual, es decir, la relación de la no-relación.
Ahora bien, el vector que se dirige del sujeto masculino al objeto a, es el vector del deseo, no porque el sujeto sea consciente de esa dirección, sino porque el objeto a lo causa tanto que no puede más que temer y temblar en esa atracción fulgurante. En esta línea puede intervenir la angustia. Por otra parte, en los dos vectores que parten de La tachado se encuentran dos dimensiones del goce: el goce fálico que goza de un órgano y el goce Otro que goza de un agujero, cuando el Otro se quedó tan desnudo que no puede inventar un significante más.
Y el amor, ¿dónde está el amor en estos vectores esquivos?
Afrodita nació del goce de un órgano con el océano, nació de un “sentimiento oceánico”, como Freud había definido esa experiencia de confundirse con el Todo. Lacan sostiene que “El amor es impotente (…) porque ignora que no es más que el deseo de ser Uno, lo cual nos conduce a la imposibilidad de establecer la relación de (…) dos sexos.”[vi] Esa tendencia constante de la pulsión al Todo o al Uno supone la imposibilidad de encontrarlos, pero esa tendencia no es vana, su residuo es el amor. ¿No es el Otro goce una de las experiencias del amor, una plenitud desbordante que no se rige con los parámetros de carencia y completud? La plenitud del exceso no supone la totalidad a la que nos subordinaron algunos conceptos; en tanto experiencia, el exceso no implica una designación cuantitativa, tal como Uno o Todo. Si el exceso nos extravía, al igual que el éxtasis de los místicos, es porque el sujeto está partido cuando adviene. El exceso no completa al sujeto, es más, lo expone al riesgo de quedar un poco loco y un poco ciego, como el viejo Edipo que despierta del letargo del incesto. El exceso confirma que el sujeto está cortado por el significante y que sigue buscando desesperadamente su deseo, su goce, aún.
¿Dónde está el amor? Afrodita no sólo nació del sentimiento oceánico, sino de unos genitales cortados. La causa de su belleza, sexualidad y lujuria es la castración del Gran Otro, el primer Dios de dioses, Urano. ¿Acaso el amor no quedaría ligado al Otro goce, al exceso de la castración que goza de un agujero? ¿Y no sería este goce el que el amor arrastra hasta el deseo para otorgarle su dignidad?
El exceso de Afrodita nos lleva a la última versión del amor, Eros transformado en Dioniso: el goce de la vida que se afirma en cada cosa, a cada instante. Esta divinidad se expresa en las pasiones de Nietzsche, quien amó la danza, la música y la risa, amó los actos sagrados sin la excusa del Dios judeocristiano. Nuestros autores nihilistas contemporáneos viven con la nostalgia de ese Gran Otro que parecía funcionar en otra época, esos Grandes Relatos modernos que carecen de la vigencia y la violencia que antes tenían. Esos autores añoran la resurrección de Dios de cualquier modo posible. Nietzsche propuso otra dirección: agotado por la metafísica que proponía el Uno y el Todo, afirmó con Dioniso la proliferación de dioses, afirmación que no conlleva ninguna resignación sino un triunfo. Ese triunfo es el del amor que debe fragmentarse en nuestra época para sobrevivir; la multiplicidad no implica estar al servicio del hedonismo o de la poligamia, sino de los movimientos inagotables del amor. Nietzsche lo exigió todo: el cólera y el amor; el amor que cobra su mayor sentido luego de soportar el máximo riesgo de su aniquilación. En el peligro del cólera, nace el amor que lo salva.
El amor es quien ama, no lo que ama. El amor es quien ama, el no saber que lo convierte en amante sin que el yo pueda intuirlo y ande tan encandilado con ese cuerpo que cree entrever en el colectivo, el cine o la sombra de su cuarto. Amamos nuestra causa: el objeto insensato en una intimidad que no nos pertenece. Lejos del amor narcisista y de la demanda de amor –para ponerle un mote a esa búsqueda de reconocimiento y de afirmación del yo–, el amor no exige más que su propia pasión. Eso que presentimos como necesidad o fiebre por el otro cuerpo no es una demanda, sino la convulsión a la que a veces nos arrojan sus fuerzas.
En el Seminario 8, Lacan nos deja el guiño donde acontece el amor. El banquete de Platón es el relato de una celebración donde se reunieron algunos hombres para discutir lo que era el amor a través de varios discursos. Los personajes nos dan diferentes versiones sobre su consistencia, pero el amor no estaba en los discursos solemnes que criticaba Freud, sino en el gesto de una pasión. Alcibíades interrumpe la reunión, entre hipos y eructos de alcohol, con una declaración amorosa para Sócrates, donde elogia su belleza al mismo tiempo que indica la atracción irresistible que ejerce sobre él. Lacan afirma que “El elogio del otro sustituye, no al elogio del amor, sino al amor mismo”[vii]. El amor acontece en ese eructo con el que Alcibíades interrumpe esos vacuos discursos del amor, en esa embriaguez partida por ese objeto que falta. Allí ubica Lacan, a partir del mito que da Sócrates del nacimiento del amor, lo demoníaco. Este demonio del amor es el intermediario entre los dioses y los hombres, y agregamos, entre el exceso y la falta. En el demonio del amor transcurre la “Verdad del vino”, como llama Lacan a la aparición de Alcibíades; aquí transcurre el impudor, la posesión y el escándalo; el amor se produce en el espanto de dioses y hombres.
André Breton decía: “La belleza será convulsiva o no será”. Cualquier tendencia a la armonía queda saqueada por el amor maldito. Maldito, maldicho, queda el amor; sólo así puede hacerse acto, a partir de la cólera, del equívoco. El amor nos orienta en el análisis porque conjuga deseo y goce hasta un vértigo insospechado, donde interviene el mito que creó el sujeto para balbucear su acto sagrado. Aún hoy, sus dioses nos siguen interpelando desde la carencia y la plenitud, desde el éxtasis hasta la angustia.
Bibliografía citada
[i] Lacan, J: (1975) El Seminario, Libro 20: Aun, Bs. As. Ed. Paidós, 2007; p. 12.
[ii] Deleuze, Gilles: (2002) Nietzsche y la filosofía, Editora Nacional, Madrid, p. 100-102.
[iii] Hesíodo: (2000) Obras y fragmentos, Ed. Gredos, Barcelona, p.16.
[iv] Lacan, J.: (2003) El Seminario, Libro 8: La transferencia, Bs. As. Ed. Paidós, 2008; p. 192.
[v] Lacan, J: (1975) El Seminario, Libro 20: Aun, Bs. As. Ed. Paidós, 2007; p. 59.
[vi] Lacan, J: (1975) El Seminario, Libro 20: Aun, Bs. As. Ed. Paidós, 2007; p. 14.
[vii] Lacan, J.: (2003) El Seminario, Libro 8: La transferencia, Bs. As. Ed. Paidós, 2008; p. 178.
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