La Ausencia del Libro

Por Maurice Blanchot

En este texto Blanchot interroga lo que implica un escrito, el libro, la obra y el autor a partir de la fórmula de Mallarmé: “Este juego insensato de escribir”. Parte de una reflexión crítica de estos términos que caen en cierta metafísica moderna de la unidad, la interioridad y la completud, para pensar lo que queda de la escritura cuando se le sustrae el carácter teleológico, es decir, cualquier imposición de fines. En este sentido, el efecto es la “ausencia de obra” y la suspensión de los sentidos que otorga la memoria cultural.
            La experiencia de lo escrito queda irremisiblemente ligada al afuera, es decir, al vaciamiento del sujeto moderno que se condenó a las interioridades de la conciencia. La “ausencia de obra” implica la deconstrucción del Libro (como ilusoria unidad conceptual) y someterse al riesgo de la muerte del autor. Por esto, el acto de escribir queda ligado al azar y a la exterioridad de las leyes.



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  LA AUSENCIA DE LIBRO

 

Tratemos de interrogarnos, vale decir plantearnos como pregunta aquello que no puede llegar hasta el cuestionamiento.

1. “Este juego insensato de escribir”. Mediante estas palabras, simples, Mallarmé abre la escritura a la escritura. Palabras muy simples, pero también palabras que exigirán mucho tiempo —diversas experiencias, el trabajo del mundo, innumerables malentendidos, obras perdidas y dispersas, el movimiento del saber, el giro, finalmente, de una crisis infinita— para que se comience a comprender la decisión que se prepara a partir de este fin de la escritura que anuncia su advenimiento.

2. Leemos, en apariencia, porque el escrito está allí, ordenándose bajo nuestra mirada. Sólo en apariencia. Pero quien escribió por primera vez, grabando bajo los antiguos cielos la piedra y la madera, lejos de responder a la exigencia de una visión que reclamase un punto de referencia y le diese un sentido, cambió todas las relaciones entre ver y visible. Lo que dejaba detrás no era algo más agregándose a las cosas; tampoco era algo menos —una substracción de materia, un hueco en relación a un relieve—. ¿Qué era entonces? Un vacío de universo: nada visible, nada invisible.

Supongo que en esta ausencia no ausente el primer lector zozobró, pero sin saberlo, y no hubo segundo lector, porque la lectura, entendida a partir de entonces como la visión de una presencia inmediatamente visible, vale decir inteligible, fue afirmada precisamente para hacer imposible esta desaparición en la ausencia de libro.

3. La cultura está ligada al libro. El libro, como depósito y receptáculo del saber, se identifica con el saber. El libro no es sólo el libro de las bibliotecas, ese laberinto donde se enrollan en volúmenes todas las combinaciones de las formas, de las palabras y las letras. El libro es el Libro. Para leer, para escribir, siempre ya escrito, siempre ya transitado por la lectura, el libro constituye la condición para toda posibilidad de lectura y de escritura.

El libro soporta tres interrogantes distintos. Existe el libro empírico; el libro vehículo del saber; tal libro determinado acoge y recoge tal forma determinada del saber. Pero el libro como libro nunca es solamente empírico. El libro es el a–priori del saber. No se sabría nada si no existiese siempre de antemano la memoria impersonal del libro y, esencialmente, la actitud previa al escribir y leer que detenta todo libro y que sólo se afirma en él. Lo absoluto del libro es así el aislamiento de una posibilidad que pretende no tener origen en ninguna otra anterioridad. Absoluto que después tenderá, con los románticos (Novalis), luego más rigurosamente en Hegel y después, más radicalmente, pero de distinta manera, en Mallarmé, a afirmarse como la totalidad de las relaciones (el saber absoluto o la Obra), donde se realizaría tanto, la conciencia, la cual se capta a sí misma y vuelve a sí misma después de haberse exteriorizado en todas sus figuras dialécticamente ligadas, como el lenguaje, cerrado sobre su propia afirmación y desde ese instante disperso.

Recapitulemos: el libro empírico; el libro condición de toda lectura y toda escritura; el libro como totalidad u Obra. Pero dichas formas, cada vez con más refinamiento y verdad, presuponen todas que el libro incluye el saber como la presencia de algo virtualmente presente y siempre inmediatamente accesible, aunque fuere con la ayuda de mediaciones y substituciones. Algo existe allí, algo que el libro presenta al presentarse y a lo cual la lectura anima, restablece, mediante su animación, en la vida de una presencia. Algo que, en su nivel inferior, es la presencia de un contenido o de un significado, después, más arriba, es la presencia de una forma, de un significante o de una operación, y más arriba aún, el devenir de un sistema de relaciones que desde el comienzo están allí aunque más no sea como una posibilidad que vendrá. El libro envuelve, desenvuelve el tiempo y conserva ese desenvolverse como la continuidad de una Presencia donde se actualizan presente, pasado y futuro.

4. La ausencia de libro anula toda continuidad de presencia, escapa a la interrogación que contiene el libro. No es la interioridad del libro ni su Sentido siempre eludido. Siempre está fuera de él y sin embargo contenida en él, es menos su exterior que la referencia a un afuera que no le concierne.

A medida que la obra adquiere más sentido y ambición, conservando en ella no sólo todas las obras sino todas las formas y todas las posibilidades del discurso, más próxima a proponerse parece estar la ausencia de obra, sin que nunca, por otra parte, se deje designar. Así sucede con Mallarmé. Con Mallarmé la Obra adquiere conciencia de sí misma y se capta como aquello que coincidiría con la ausencia de obra, desviándola ésta de manera que nunca pueda coincidir consigo misma y destinándola a la imposibilidad. Movimiento de desvío en el cual la obra desaparece en la ausencia de obra, pero donde la ausencia de obra escapa siempre más, reduciéndose a no ser sino la Obra desaparecida desde el comienzo.

5. Escribir se relaciona con la ausencia de obra, pero se inviste en la Obra bajo la forma de libro. La locura de escribir —el juego insensato— es la relación de escritura, relación que no se establece entre la escritura y la producción del libro, sino, mediante la producción del libro, entre escribir y la ausencia de obra.

Escribir es producir la ausencia de obra (la desconstrucción de la obra). Puede también decirse que escribir es la ausencia de obra tal como ella se produce a través de la obra y atravesándola.

Escribir como desconstrucción de la obra (en el sentido activo de esta palabra) es el juego insensato, el azar entre razón y sinrazón.

¿Qué sucede con el libro en ese “juego” dónde la desconstrucción de la obra se libera en la operación de escribir? El libro: pasaje de un movimiento infinito que va desde la escritura como operación a la escritura como desconstrucción de la obra; pasaje que inmediatamente prohíbe. A través del libro pasa la escritura, pero el libro no es aquello a lo cual se destina (su destino). A través del libro pasa la escritura que se realiza en él y al mismo tiempo desaparece en él; sin embargo no se escribe para el libro. El libro: astucia mediante la cual la escritura va hacia la ausencia de libro.

6. Tratemos de comprender mejor la relación del libro con la ausencia de libro.

a) El libro desempeña un papel dialéctico. En cierta medida existe para que se realice no sólo la dialéctica del discurso sino el discurso como dialéctica. El libro es el trabajo del lenguaje sobre sí mismo: como si fuese necesario el libro para que el lenguaje adquiera conciencia del lenguaje, se capte y acabe mediante su inacabamiento.

b) No obstante, el libro que se ha convertido en obra —todo el proceso literario, ya sea que se afirme en la larga cadena de libros o que se manifieste en un libro único o en el espacio que en él tiene lugar— es simultáneamente más libro que los otros y está ya fuera del libro, fuera de su categoría y fuera de su dialéctica.

Más libro: un libro de ciencia casi no existe como libro, volumen desarrollado; la obra, al contrario exige una singularidad: única, irremplazable, es casi una persona; de allí la peligrosa tendencia de la obra a promoverse en obra maestra, a esencializarse también, vale decir a designarse mediante una firma (no sólo firmada por el autor, sino, lo que es más grave, en cierta medida firmada por sí misma). Y, sin embargo, fuera ya del proceso libresco: como si la obra no señalase sino la abertura —la irrupción— por donde pasa la neutralidad de escribir y oscilara, en suspenso, entre ella misma (totalidad del lenguaje) y una afirmación aún no producida.

Además, en la obra el lenguaje cambia de dirección —o de lugar: lugar de dirección— al no ser ya el logos quien dialectiza y quien se conoce, sino al estar comprometido en una relación distinta. Puede decirse que la obra vacila entre el libro, medio del saber y momento evanescente del lenguaje, y el Libro, levantado hasta la Mayúscula, la Idea y el Absoluto del libro —después entre la Obra como presencia y la ausencia de obra que siempre escapa y donde el tiempo como tiempo se descompone.

7. Escribir no tiene su fin en el libro o en la obra. Al escribir la obra estamos en la atracción de la ausencia de obra. Al faltar necesariamente la obra no estamos, por lo mismo, por ese defecto, bajo la necesidad de la ausencia de obra.

8. El libro, astucia por medio de la cual la energía de escribir que se apoya sobre el discurso y se deja llevar por su inmensa continuidad para separarse de él, en el límite, es también la astucia del discurso que restituye a la cultura esta mutación que la amenaza, y la obra a la ausencia de libro. O aún, trabajo mediante el cual la escritura, al modificar los datos de la cultura, de la “experiencia”, del saber, es decir del discurso procura otro producto que constituirá una nueva modalidad del discurso en su conjunto y se integrará a él pretendiendo, al mismo tiempo, desintegrarlo.

Ausencia de libro: lector, querrías ser su autor, sin embargo sólo eres el lector plural de la Obra.

¿Cuánto tiempo durará esta falta que sostiene al libro y qué lo expulsa de sí mismo como libro? Produce pues el libro, para que el libro se separe, se desprenda en su dispersión: sin embargo no habrás producido la ausencia de libro.

9. El libro (la civilización del libro) afirma: hay una memoria que trasmite, hay un sistema de relaciones que ordena; el tiempo se anuda en el libro, donde, aún el vacío, pertenece a una estructura.

Pero la ausencia de libro no se funda sobre la escritura que deja una huella y determina un movimiento orientado, ya sea que ese movimiento se desenvuelva linealmente a partir de un origen hacia un fin, o se despliegue a partir de un centro hacia la superficie de una esfera. La ausencia de libro recurre a la escritura que no se deposita, que no testimonia, que no se contenta con negarse ni, tampoco, con volver sobre la huella para borrarla.

¿Qué es aquello qué invita a escribir cuando el tiempo del libro, determinado por la relación comienzo–fin y el espacio del libro, determinado por el despliegue a partir de un centro, dejan de imponerse? La atracción de la (pura) exterioridad.

El tiempo del libro, determinado por la relación comienzo– fin (pasado porvenir) a partir de una presencia. El espacio del libro, determinado por el despliegue a partir de un centro, concebido como búsqueda de un origen.

En todas partes donde hay un sistema de relaciones que ordena, donde hay una memoria que trasmite, donde la escritura se concentra en la substancia de una huella que la lectura mira a la luz de un sentido (vinculándola a un origen del cual la huella sería el signo), cuando incluso el vacío pertenece a una estructura y se deja adaptar a ella existe el libro: la ley del libro.

Al escribir siempre escribimos en nombre de la exterioridad de la escritura contra la exterioridad de la ley, y siempre la ley extrae recursos de lo que se escribe.

La atracción de la (pura) exterioridad —allí donde, al “preceder” el afuera todo interior, la escritura no se deposita como una presencia espiritual o ideal, inscribiéndose luego y dando lugar a una huella, huella o depósito sedimentario que permitiría seguirla mediante la huella, vale decir restituirla, a partir de esta marca como falta, en su presencia ideal o en su idealidad, su plenitud, su integridad de presencia.

La escritura marca, pero no deja huella, y no autoriza el ascenso, a partir de cierto vestigio o signo, a nada distinto a sí misma como (pura) exterioridad y como tal nunca dada, ya sea constituyéndose o vinculándose en relación de unificación con una presencia (para ver, para oír) o con la totalidad de presencia o con lo Único, presente–ausente.

Cuando comenzamos a escribir, o no comenzamos o no escribimos: escribir no va junto con comienzo.

10. Mediante el libro la inquietud de escribir —la energía— busca descansar en la complacencia de la obra (ergon), pero desde el comienzo la ausencia de obra siempre la llama a responder, al regreso del afuera, allí donde lo que se afirma no encuentra su medida en una relación de unidad.

No tenemos ninguna idea de la ausencia de obra, ni como presencia ni como destrucción de aquello que la impediría, aún a título de ausencia. Destruir la obra, la cual no existe, destruir al menos la afirmación y el sueño de la obra, destruir lo indestructible, no destruir nada, para que no se imponga la idea, aquí desplazada, de que sería suficiente con destruir. Lo negativo no puede actuar allí donde ha tenido lugar la afirmación que afirma la obra. Lo negativo jamás podrá conducir a la ausencia de obra.

Leer consistiría en leer en el libro la ausencia de libro, en consecuencia produciría, allí donde el problema no consiste en que el libro está ausente o presente (definido por una ausencia o una presencia).

La ausencia de libro nunca es contemporánea del libro, no porque se anunciaría a partir de otro tiempo sino porque de ella deriva la no–contemporaneidad de donde también ella deriva. La ausencia de libro, siempre en divergencia, siempre sin relación de presencia consigo, de manera tal que nunca es recibida en su pluralidad fragmentaria por un único lector en su presente de lectura, salvo si, en el límite, el presente desgarrado, disuadido.

La atracción de la (pura) exterioridad o el vértigo del espacio como distancia, fragmentación que sólo remite a lo fragmentario.

La ausencia de libro: la deteriorización anterior del libro, su juego de disidencia en relación al espacio donde se escribe; el morir previo del libro. Escribir, la relación con lo otro de todo libro, con aquello que en el libro sería exigencia escrituraria fuera del discurso, fuera del lenguaje. Escribir con el límite del libro, fuera del libro.

La escritura fuera del lenguaje, escritura que sería como originariamente lenguaje que hace imposible todo objeto (presente o ausente) de lenguaje. Por consiguiente la escritura jamás sería escritura de hombre, de la misma manera jamás sería escritura de Dios, a lo más escritura del otro, incluso del morir.

11. El libro comienza mediante la Biblia, donde el logos se inscribe en ley. El libro alcanza aquí su sentido insuperable, incluyendo aquello que lo desborda por todas partes y que no podría ser superado. La Biblia vincula el lenguaje con el origen: siempre, ya sea escrito o hablado, es la era teológica quien a partir de ese lenguaje, se abre y permanece tanto tiempo como dura el espacio y el tiempo bíblico. La Biblia no sólo nos ofrece el más alto modelo del libro, el ejemplo para siempre insustituible; la Biblia detenta todos los libros, incluso los más extraños a la revelación, al saber, a la profecía, a los proverbios bíblicos, porque ella detenta el espíritu del libro; los libros que le siguen son siempre contemporáneos de la Biblia, ésta crece, sin duda, se acrecienta con un crecimiento infinito que la deja idéntica, siempre está consagrada mediante la relación de Unidad, así como las diez Leyes expresan y conservan los monólogos, la Única Ley, la de la Unidad que jamás podrá ser transgredida y negada solamente por medio de la negación.

La Biblia, libro testamentario, donde se declara la alianza, vale decir el destino de un habla ligada con quien otorga el lenguaje, y donde él acepta permanecer mediante ese don que es el don de su nombre, vale decir, también, el destino de esa relación, del habla con el lenguaje, que es la dialéctica. No es a causa de que la Biblia sea un libro, que los libros que derivan de ella —todo el proceso literario— están marcados por el signo teológico. Todo lo contrario, a causa de que el testamento —la alianza del habla— se enrolla en libro, adquiere forma y estructura de libro, lo “sagrado” (lo separado de la escritura) encuentra su lugar en la teología. El libro es de esencia teológica. Por esta razón la primera manifestación (también la única que no deja de desplegarse) de lo teológico no podía realizarse sino bajo la forma de libro. De alguna forma Dios sigue siendo Dios (no deviene divino) sólo al hablar a través del libro.

Mallarmé, frente a la Biblia donde Dios es Dios, eleva la obra, donde el juego insensato de escribir actúa y se niega, encontrando lo imprevisible en su doble juego: necesidad, azar. La Obra, absoluto de la voz y de la escritura, se desconstruye como obra incluso antes de que se realice, antes de arruinar, al cumplirse, la posibilidad de la realización. La Obra pertenece aún al libro y, así, contribuye a mantener el rasgo bíblico de toda Obra, no obstante designa la disyunción de un tiempo y un espacio distinto (o neutro), aquello que ya no se afirma en relación de unidad. La Obra como libro conduce a Mallarmé fuera de su nombre. La Obra donde gobierna la ausencia de obra conduce a aquél que ya no se llama Mallarmé, hasta la locura: si es posible debemos entender ese hasta la como el límite que, franqueado, sería la locura declarada; por lo tanto sería necesario concluir que el límite —“el borde de la locura”— es, considerado como indecisión que no se decide, o en tanto que no–locura, más esencialmente loco: sería abismo, no el abismo sino el borde del abismo.

12. Lo anónimo del libro es tal que para sostenerlo solicita la dignidad de su nombre. El nombre es el de una particularidad momentánea que soporta la razón y que la razón autoriza elevándolo hasta sí misma. La relación del libro y del nombre está siempre contenida en la relación histórica que liga el saber absoluto del sistema al nombre de Hegel; esta relación del Libro y de Hegel, identificando a éste con el libro, arrastrándolo en su desenvolvimiento, hizo de Hegel el post–Hegel, Hegel–Marx, después Marx, radicalmente extraño a Hegel, quien continúa escribiendo rectificando, conociendo, afirmando la ley absoluta del discurso escrito.

Así como el libro recibe el nombre de Hegel, la obra, en su anonimato más esencial (más incierto), recibe el nombre de Mallarmé, con esta diferencia, que Mallarmé no sólo conoce el anonimato de la Obra como su rasgo y la indicación de su lugar, no sólo se retira en esta manera de ser anónima, sino que no se dice autor de la Obra, proponiéndose, a lo sumo, hiperbólicamente, como el poder —poder que nunca es único, nunca unificable— de leer la Obra no presente, es decir el poder de responder, por su ausencia, a la obra siempre aún ausente (la obra ausente no es la ausencia de obra, incluso está separada de ella por un corte radical).

En este sentido ya hay una distancia radical entre el libro de Hegel y la obra de Mallarmé, diferencia afirmada por la manera diferente de ser anónimo en la nominación o firma de la obra. Hegel no muere, incluso si se niega en el desplazamiento o la transformación del Sistema: todo sistema aún lo nombra, Hegel nunca carece totalmente de nombre. Mallarmé y la obra no tienen relación, y esta falta de relación se encarna en la Obra, estableciendo la obra como aquello que estaría prohibido tanto a ese Mallarmé determinado, como a cualquier otro que tuviera un nombre; y prohibido por último, a la obra considerada en el poder de realizarse ella misma y por sí misma. La Obra no está liberada del nombre porque podría producirse sin alguien que la produzca (a la manera del Libro de Hegel, y esto sea dicho no sin los necesarios ajustes de concepto) sino porque lo anónimo la afirma siempre fuera de aquello que podría nombrarla. El libro es el todo, sea cual fuere la forma de esta totalidad, sea o no totalmente distinta la estructura de la totalidad que una lectura rezagada atribuye a Hegel. La Obra no es el todo, está ya fuera del todo, pero, en su designación, se designa todavía como absoluto. La Obra no se liga, como el libro, al éxito (al acabamiento) sino al desastre: el desastre aún es, sin embargo, una afirmación del absoluto.

Agreguemos brevemente que el libro siempre puede estar signado, pero permanece indiferente a quien lo firma; la obra —la Fiesta como desastre— exige la resignación, exige que quien pretenda escribirla renuncie a sí y deje de designarse.

¿Por qué, entonces, firmamos los libros? Por modestia, para decir: estos no son aún sino libros, indiferentes a la firma.

13. La “ausencia del libro”; quien lo escribe provoca algo así como el advenir que nunca adviene de la escritura, no constituye un concepto, así como tampoco la palabra “afuera” o la palabra “fragmento” o la palabra “neutro”, pero ayuda a conceptualizar la palabra “libro”. No es un intérprete contemporáneo quien devolviéndole su coherencia a la filosofía de Hegel la concibe como libro y, así, concibe el libro como la finalidad del Saber absoluto; es Mallarmé, desde el fin del siglo XIX. Pero Mallarmé pronto atraviesa el libro, por la fuerza propia de su experiencia, para designar (peligrosamente) la Obra, cuyo centro de atracción —el centro siempre decentrado— sería la escritura. Escribir, el juego insensato, Pero escribir guarda relación, relación de alteridad, con la ausencia de Obra y a causa de que tiene el presentimiento de esta radical mutación que le sucede a la escritura mediante la escritura con la ausencia de Obra, Mallarmé puede nombrar el Libro, nombrándolo como lo que da sentido al porvenir, proponiéndole un lugar y un tiempo: concepto primero y último. Sólo que Mallarmé aún no nombra la ausencia de libro o no reconoce en ella sino una manera de pensar la Obra, la Obra como fracaso o imposibilidad.

14. La ausencia de libro — no es el libro que se deshace, incluso si deshacerse está, en cierta medida, en el origen y es la contra–ley del libro. El hecho de que el libro siempre se deshaga (se desordene) no conduce aún sino a otro libro o a otra posibilidad distinta al libro, pero no a la ausencia del libro. Admitamos que lo que obsesiona al libro (lo que lo asedia, sería esta ausencia del libro que siempre le falta, contentándose con contenerla (manteniéndola a distancia) sin contenerla (transformándola en contenido). Admitamos aún, diciendo lo contrario, que el libro encierra la ausencia de libro que lo excluye, pero que nunca la ausencia de libro se concibe sólo a partir del libro y como su única negación. Admitamos que si libro tiene sentido, la ausencia de libro es hasta tal punto extraña a este sentido que incluso el sin–sentido no le concierne.

Es sorprendente que según una cierta tradición del libro (tal como nos la ofrece la formulación de los cabalistas, incluso si se trata de esta manera de acreditar la significación mística de la presencia literal) lo que se llama la “Tora escrita” haya precedido a la “Tora oral”, dando ésta lugar luego a la versión redactada que constituye el libro. Hay aquí una enigmática proposición hecha al pensamiento. Nada precede a la escritura. Sin embargo la escritura de las primeras tablas sólo deviene legible después y mediante la ruptura —después y mediante la reanudación de la decisión oral, la cual remite a la segunda escritura, la que nosotros conocemos rica de sentidos, capaz de mandamientos, siempre igual a la ley que trasmite.

Tratemos de cuestionar esta sorprendente proposición vinculándola a lo que podría ser una experiencia de la escritura que vendrá. Hay dos escrituras, una blanca y otra negra, una que vuelve invisible la invisibilidad de una llama sin color, otra a quien la potencia del fuego negro vuelve accesible bajo la forma de letras, de caracteres y articulaciones. Entre ambas, la oralidad, que sin embargo no es independiente, está siempre mezclada a la segunda, pues ella es el fuego negro, la oscuridad mesurada que limita, delimita, hace visible toda claridad. De esta manera, lo que se llama oral, es la designación en un presente de tiempo y en una presencia de espacio, pero también, ante todo, el desarrollo o la mediación tal como la asegura el discurso que explica, acoge y determina la neutralidad de la inarticulación inicial. De esta manera la “Tora oral” no está menos escrita, pero se la llama oral en el sentido de que, discurso, sólo ella permite la comunicación, dicho de otra forma, el comentario el habla que a la vez enseña y declara, autoriza y justifica: como si fuera necesario el lenguaje (el discurso) para que la escritura de lugar a la legibilidad común y tal vez también a la Ley entendida como defensa y límite; como si por otra parte la primera escritura, en su configuración de invisibilidad, debiera ser considerada como fuera del habla y orientada sólo hacia afuera, ausencia o fractura tan originaria que será necesario romperla para escapar a la ferocidad de lo que Hólderlin llama lo aórgico.

15. La escritura está ausente del Libro, siendo la ausencia no ausente a partir de la cual, habiéndose ausentado de ella, el Libro (en sus dos niveles: el oral y el escrito, la Ley y su exégesis, la prohibición y el pensamiento de la prohibición) se vuelve visible y se comenta encerrando en sí la historia: clausura del libro, severidad de la letra, autoridad del conocimiento. De esta escritura ausente del libro y sin embargo en relación de alteridad con él, puede decirse que permanece extraña a la legibilidad, ilegible en tanto que leer es necesariamente penetrar mediante la mirada en relación de sentido o de no–sentido con una presencia. Habría entonces una escritura exterior al saber que se obtiene mediante la lectura, exterior también a la forma o a la exigencia de la Ley. La escritura, (pura) exterioridad, extraña a toda relación de presencia, así como a toda legalidad.

Desde que la exterioridad de la escritura se debilita, vale decir accede, respondiendo al llamado de la potencia oral, conformarse como lenguaje dando lugar al libro —discurso escrito—, esta exterioridad tiende a aparecer, en su nivel más alto, exterioridad de la Ley, en su nivel más bajo, interioridad de sentido. La Ley es la escritura que ha renunciado a la exterioridad del entre–decir para designar el lugar de la prohibición. La ilegitimidad de la escritura, siempre insumisa en relación con la Ley, oculta la ilegitimidad no simétrica de la Ley en relación con la escritura.

La escritura: exterioridad. Tal vez haya una “pura” exterioridad de la escritura, pero este sólo es un postulado, ya infiel a la neutralidad de escribir. En el libro que signa nuestra alianza con todo Libro, la exterioridad no tiene éxito en autorizarse a sí misma, y, al inscribirse, se inscribe bajo el espacio de la Ley. La exterioridad de la escritura, desplegándose y estratificándose en libro, deviene la exterioridad como ley. El libro habla como Ley. Al leerlo, leemos que todo aquello que es, está prohibido o permitido. Pero esta estructura de permiso y de prohibición, ¿no será el resultado de nuestro nivel de lectura? ¿No habrá una lectura distinta del Libro, dónde lo otro del libro dejará de anunciarse mediante preceptos? Y, al leer así, ¿leeremos aún un libro? ¿No estaremos cerca, entonces, de leer la ausencia de libro.?

La exterioridad inicial quizá debemos suponerla de tal manera que no podríamos soportarla sino bajo la sanción de la Ley. ¿Qué sucedería si dejara de estar protegida por el sistema de defensas y de limitaciones? ¿O estará allí, en el límite de la posibilidad, precisamente para hacer posible el límite? ¿No se concibe el límite a sí mismo mediante una delimitación que sería necesaria para la aproximación de lo limitado y desaparecería si nunca fuese franqueado, infranqueable por esta razón, siempre franqueado sin embargo porque es infranqueable?

16. La escritura detenta la exterioridad. La exterioridad que se hace Ley cae en adelante bajo la custodia de la Ley: la cual es escrita a su vez, vale decir que de nuevo se encuentra bajo el cuidado de la escritura. Es preciso suponer que esta duplicación de la escritura que desde el principio la señala como diferencia, no hace sino afirmar, mediante esta duplicidad, el rasgo de la exterioridad misma, siempre en devenir, siempre exterior a sí misma en una relación de discontinuidad. Hay una “primera” escritura, pero esta escritura, en tanto que es primera, es ya distinta de sí misma, separada en aquello que la marca, no siendo, simultáneamente, sino esta marca y sin embargo distinta a ella si ella se marca en ella, hasta ese punto rota, distanciada, denunciada en ese afuera de disyunción donde ella se anuncia que será necesaria una nueva ruptura, la destrucción violenta pero humana (y, en este sentido, definida y delimitada) para que, convertida en fruto de un estallido, y la fragmentación inicial habiendo dejado lugar a un acto determinado de ruptura, la ley pueda, bajo el velo de la prohibición, desgajar una promesa de unidad.

Dicho de otra manera, la ruptura de las primeras tablas no es ruptura de un pretendido primer estado de armonía unitaria; por el contrario, lo que ella inaugura es la substitución de una exterioridad limitada (donde se anuncia la posibilidad de un límite) por una exterioridad sin limitación, la substitución de un defecto por una ausencia, de una fractura por una abertura, de una infracción por la pura–impura fracción de lo fragmentario, lo cual se junta, más acá de la separación sagrada, en la escisión de lo neutro (que es lo neutro). Dicho de otra manera aún, es necesario romper con la primera exterioridad para que con la segunda, donde el logos es ley y la ley es logos, el lenguaje, en adelante dividido regularmente, en correlación de dominio consigo, gramaticalmente construido, nos compromete en las relaciones de mediación y de inmediación que aseguren el discurso y después la dialéctica donde, a su vez, la ley va a disolverse.

La “primera” escritura, en lugar de ser más inmediata que la segunda, es extraña a todas estas categorías. Ella no comunica graciosamente mediante una participación estática donde la ley que protege lo Uno se confundiría en él y aseguraría la confusión con él. Ella es la alteridad misma, la severidad y la austeridad que nunca permiten, la quemadura del aliento que agosta, infinitamente más rigurosa que toda ley. Es la ley quien nos salva de la escritura al mediatizarla mediante la ruptura —lo transitivo— del habla. Salvación que nos introduce en el saber y, mediante el deseo del saber, hasta en el Libro donde el saber mantiene el deseo disimulándolo en sí mismo.

17. Lo propio de la Ley: ser violada, incluso cuando aún no ha sido enunciada; es cierto que desde ese momento, promulgada en la altura, a lo lejos y en nombre de lo lejano, no tiene relación de conocimiento directo con aquellos a quien se destina. De donde se podría concluir que la Ley tal como, transmitida, soportando la transmisión, deviene ley de transmisión, no se constituye en ley sino mediante la decisión de faltarle: no habrá límite sino si el límite es franqueado, mostrado como infranqueable al ser franqueado.

Sin embargo ¿no precede la ley a todo conocimiento (comprendido el conocimiento de la ley), al cual sólo ella abre, preparándolo a sus condiciones mediante un “es necesario” previo, aunque más no fuese a partir del libro donde ella misma se afirma mediante el orden —la estructura— que domina al establecerla?

Siempre anterior a la ley, no teniendo su fundamento ni su determinación en la necesidad de ser llevada al conocimiento, nunca amenazada por quien la desconoce, siempre afirmada esencialmente por la infracción que presupone una referencia a ella, atrayendo en su práctica la autoridad que se substrae a ella, y no obstante más firme mientras más se ofrece a la transgresión fácil: la ley.

El “es necesario” de la ley aún no es un “tu debes”. “Es necesario” no se aplica a nadie, o, más resueltamente, no se aplica sino a nadie. La no–aplicabilidad de la ley no sólo es el signo de su fuerza abstracta, de su inagotable autoridad, de la reserva en que se mantiene. Incapaz de tuteo, la ley nunca apunta a alguien en particular: no porque sería universal, sino porque ella separa en nombre de la unidad, siendo la separación misma que prescribe con miras a lo único. Tal vez este sea el engaño augusto de la ley: habiendo ella misma “legalizado” el afuera para hacerlo posible (o real), se libera de toda determinación y de todo contenido a fin de preservarse como pura forma inaplicable, pura exigencia a la cual ninguna presencia podría corresponder, sin embargo particularizada de inmediato en normas múltiples y, mediante el código de alianza, en formas rituales, a fin de permitir la interioridad discreta de un regreso a sí donde se afirmará la intimidad infrangibie del “Tú debes”.

18. Las diez leyes son leyes por su referencia a la Unidad. Dios —este nombre que no podría ser pronunciado sino en vano porque ningún lenguaje podría contenerlo— sólo es Dios por llevar la Unidad y en ella designar el fin soberano. Nadie atentará contra lo Uno. Y el Otro testimonia aún de antemano en favor de lo Único, referencia que une todo pensamiento a lo que no es pensado, el ahora orientado hacia lo Uno como hacia lo que el pensamiento no podría transgredir. Por lo tanto es consecuente decir: no el Único Dios, sino la Unidad es en rigor Dios, la trascendencia misma.

La exterioridad de la ley encuentra su medida en la responsabilidad ante la mirada de lo Uno, alianza de lo Uno y de lo múltiple que separa como impía la primordialidad de la diferencia. Sin embargo, en la ley misma queda una cláusula que conserva un recuerdo de la exterioridad de la escritura, cuando dice: no harás imagen, no representarás, te negarás la presencia como semejanza, signo o huella. ¿Qué significa esto? Ante todo, y casi demasiado claramente, la prohibición del signo como modo de la presencia. Escribir, si escribir es vincularse con la imagen y llamar al ídolo, escribir se inscribe fuera de la exterioridad que le es propia, exterioridad que la escritura rechaza entonces esforzándose por colmarla, tanto mediante el vacío de las palabras como mediante la pura significación del signo. “No te harás un ídolo” es así, bajo la forma de la ley, no una indicación sobre la ley, sino sobre la exigencia de la escritura que precede a toda ley.

19. Admitamos que la exterioridad es la obsesión de la ley, aquello que la asedia y de quien se separa, mediante la separación que la instituye como forma, en el movimiento donde se formula como ley. Admitamos que la exterioridad como escritura, relación siempre sin relación, puede decirse exterioridad que se debilita en ley, precisamente cuando ella es más tensa, la tensión de una forma que unifica. Es necesario saber que desde que la ley tiene lugar (ha encontrado su lugar) todo cambia, y es la exterioridad llamada inicial quien, en nombre de la ley en adelante imposible de denunciar, se ofrece como la debilidad misma, la neutralidad que no exige, así como la escritura fuera de la ley, fuera del libro, no parece otra cosa que el regreso a una espontaneidad sin reglas, un automatismo de ignorancia, un movimiento de irresponsabilidad, un juego inmoral. Dicho de otra manera: no se puede ascender desde la exterioridad como ley a la exterioridad como escritura; ascender, aquí, sería descender. Es decir: no se puede “ascender” sino aceptando, incapaz de consentir en ello, la caída, caída esencialmente azarosa en el azar inesencial (al que la ley denomina desdeñosamente juego —el juego donde cada vez todo es arriesgado, todo es perdido: la necesidad de la ley, el azar de la escritura). La ley es la cima, no hay otra. La escritura permanece fuera del arbitraje entre alto y bajo.

 

Fuente: Ediciones Caldén, Buenos Aires, 1973 Colección El hombre y su mundo, 12 dirigida por Oscar del Barco

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