Por Esteban Espejo
En este ensayo, el autor -conmovido por la manipulación y los usos que se han hecho de un supuesto saber “psi” sobre la muerte de Néstor Kirchner- se anima a reflexionar sobre el proceso de duelo y su elaboración en la esfera pública. A partir de una lectura de los goces y el amor desde la perspectiva lacaniana, se intenta pensar el duelo en Cristina Kirchner y los efectos que tiene en nuestra política argentina.
Presentado en Jornadas institucionales 2013 del Centro de Salud Mental Nº 1: “La clínica y la subjetividad de la época”, 4 de diciembre de 2013.
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Las pasiones y convicciones que nos atraen hacia determinadas coyunturas históricas no dejan de ser apuestas que corren la misma suerte que nuestro deseo: la indeterminación, la falta de garantía del resultado de esas apuestas. Es desde esta incertidumbre en que nos preguntamos por los principales personajes de nuestro drama argentino (Néstor y Cristina Kirchner) y por la escena que sigue teniendo efectos, aún: la muerte de él, el duelo de ella. No buscamos diagnosticar y llenar de sentidos psicológicos los acontecimientos –como lo suelen hacer las novelas históricas–, sino forzar el sentido hasta agujerearlo. La política del psicoanálisis es el deseo; es la pregunta maldita que debemos hacernos una y otra vez frente a la que apenas encontramos efímeras resoluciones.
¿Cómo vivir sin garantías?, preguntan los amantes desconsolados. Preguntan gimiendo, sin llegar a enhebrar esas palabras imposibles. Preguntan con los temblores del deseo y la incertidumbre del amor, preguntan sin saber y sin exigir respuesta.
Entendemos el lado femenino desde dos aspectos que da Lacan: uno en el seminario 5 y otro en el 20. A partir de los 3 tiempos del Edipo, Lacan plantea que la salida para la mujer es por la vía del ser, identificándose al objeto de deseo del Otro, el falo. Sin embargo, el ser al que la mujer adviene no presenta la fijación e inmutabilidad que podríamos suponer de las esencias. Primero, el neurótico obsesivo e histérico si pueden servirse del falo es luego de haber afirmado en su inconsciente que nadie puede serlo ni nadie puede tenerlo. Esta estructura del inconsciente es otro modo de llamar a la castración. El Otro que parecía garantizarnos el mundo y sus sentidos está tachado, sus significaciones se sostienen en el significante de su falta (S (A)), que es el piso superior del grafo del deseo, la enunciación. Ser el falo, que es una de las posiciones femeninas, no responde a un esencialismo porque permite la máscara, las mil formas de parecer algo que no es. Esta resolución del complejo de Edipo siempre es tentativa, ya que debe atravesarla cada vez que pone a prueba su deseo, por eso ante cada situación en que se confronta con su deseo vuelve a pasar por la tragedia edípica, y hacerla, quizás, menos trágica. El dinamismo de la salida femenina está indicado en la “mascarada”: la mujer debe “rechazar lo que se es en el parecer (…). En cuanto mujer, se hace máscara. Se hace máscara precisamente para, detrás de esa máscara, ser el falo” (pág. 388, Sem. 5), el objeto de deseo. La máscara no sólo le permite a la mujer causar el deseo de Otro, sino soportar el suyo.
En las fórmulas de la sexuación, 15 años después de constituir el grafo del deseo, Lacan no sólo ubica que en el lado femenino esté el objeto de deseo del varón, allí también ubicará el otro goce. El término La hace referencia al lugar donde se identifica el sujeto del lado femenino, la singularidad de su condición femenina que no puede ampararse en un universal de La mujer. De aquí parten dos vectores: uno que se dirige al significante fálico ubicado en el lado masculino y otro hacia el significante de la falta en el Otro que está en su mismo lado femenino. Este vector Lacan lo denomina Otro goce porque está más allá del goce fálico, pero sólo puede advenir una vez que hay inscripción del significante fálico y que se establece su goce.
Ahora sí, vayamos a nuestro teatro argentino. Tantos medios opinaron sobre la salud de Cristina Kirchner, su locura, bipolaridad, narcisismo, delirios de grandeza, hasta parece ser la primera en tener el síndrome Castro (que puso en evidencia su propio creador, Nelson). Su historia clínica lleva muchos tomos y ninguna firma, porque las opiniones se reproducen hasta tal punto que ya no sabemos si hablan los que la odian, la critican o los que intentan comprender su fenómeno. Nuestra indagación es menos pretenciosa: no queremos ubicar síntomas que determinen su patología, sino pensar el viraje que dio en sus discursos políticos a partir de la muerte de Néstor Kirchner. Ella ya no podía ser la misma: produce una torsión en sus máscaras: desde la referencia constante a “él” en muchas de sus intervenciones públicas, invocando sus ideales, convicciones y anécdotas, hasta su tono, su emoción, esos afectos por los que a veces encontramos en los sujetos el lugar de su enunciación. No sólo están las producciones del inconsciente –la lectura de los significantes- para escuchar cuál es la posición de un sujeto, sino también algún gesto, algún quiebre brusco en la voz, una mirada extraña. Afortunadamente para los analistas, la pulsión también se puede escuchar.
A partir de que le faltó su hombre, Cristina comenzó a hablar desde todas partes: a través de sentidos e ideales políticos, a través de significantes íntimos que pesaban en su lengua, a través de la pulsión incesante de la voz, cuando ésta temblaba, gritaba o se detenía de repente.
“Yo fui su gran amor… Y él fue el mío”, confiesa en una reciente entrevista televisiva. ¿Cómo hacer el duelo de un amante, que además fue compañero de militancia, de vida, de historia? La falta que semejante muerte introduce no es sólo la ausencia real e imaginaria de ese cuerpo, sino que no haya –por lo menos provisoriamente- lugar donde esos símbolos se encarnen. En principio, hay un conjunto de significantes que quedaron dispersos, desorganizados porque esa persona que los portaba ya no está; esos significantes acéfalos provienen tanto de las marcas primordiales del inconsciente del sujeto como de las nuevas palabras que se inventan a partir de los encuentros y azares del amor. Pero quien hace un duelo no le bastan los significantes que representan al amado, algo del sujeto parece arrastrado junto a esa muerte y las palabras no bastan para restituirlo.
No sólo hubo una muerte, también un duelo; no sólo hubo un velatorio familiar, sino que se extendió a los sujetos que por algún motivo también sentíamos que algo de nuestros significantes había sido arrastrado junto a ese cadáver. Esos dos días fuimos una comunidad doliente, una Plaza de Mayo en silencio, un silencio más potente que cualquier himno peronista y que cualquier discurso eufórico. A veces, el silencio habla lo que no podemos expresar. Un silencio que sólo era interrumpido por algún ataque de llanto, algún grito ininteligible y un extraño significante surgido de la creación anónima de la comunidad: “¡Fuerza Cristina!”. ¿Qué podía significar semejante expresión en ese contexto? No era un simple pésame, era algo más… un significante azaroso que se convirtió en presagio.
A casi 3 años del fallecimiento, en una entrevista periodística Cristina dice: “Él tenía hacia mí más allá de nuestra relación militante, como muchos hombres –o tal vez como pocos, no sé, sólo él fue mi hombre. Él tenía hacia mí una relación instintiva de protección.” Luego agrega: “Verlo a él derrumbado para mí era muy fuerte porque para mí él era la imagen de la fortaleza y de la protección. Yo sentía que al lado de él a mí no me podía pasar nada.” Relata una escena en la que un grupo político les incendia el estudio de trabajo: “Él estaba parado en medio de las ruinas, literalmente, todavía salía humo. Estaba reconstruyendo y levantando el estudio.”.
Indudablemente, para ella Néstor Kirchner, “su hombre”, tenía un valor fálico por su potencia; había elegido a un hombre que sabía valerse del falo y dar garantías a su mujer. No sólo la protegía a ella, sino que era el hombre que podía pararse en medio de las ruinas y reconstruir su época. Estas garantías no implican un saber absoluto ni mucho menos; de hecho, en la misma entrevista Cristina señala algunos errores políticos, como el de haber elegido como compañero de fórmula presidencial de ella el vicepresidente que durante el mismo gobierno se convierte en líder de la oposición. La fortaleza a la que ella hace referencia y quizás incida en su elección amorosa, es el signo de que goce y deseo están produciendo sus efectos.
“¡Fuerza Cristina!”, se escuchó en la Plaza de Mayo, en el salón donde velaron a su compañero y amante, así como en las pintadas y carteles de los días subsiguientes. No era simplemente un pésame, sino el aliento que los duelantes clamábamos –un poco para Cristina, otro poco para nosotros mismos. Era un significante que azarosamente –como puedo serlo la tyché– podía conmover algo de aquella elección amorosa de Cristina así como promover la resistencia ante ese delicado momento político en que nos sumíamos: pocos días antes habían matado al militante Mariano Ferreyra, un año antes se habían perdido en las elecciones legislativas, había un vicepresidente opositor que no quiso renunciar a su cargo y las manifestaciones opositoras se habían multiplicado a partir de distintos movimientos agropecuarios. Esa fortaleza se aclamaba y exigía desde un auténtico sentimiento de desamparo: el líder del movimiento político ya no estaba y a la complicada imagen pública que hasta entonces tenía Cristina Kirchner se le agregaba las posibles rupturas internas del movimiento.
Es posible que el problema de todo duelo sea cómo responder frente al desamparo. ¿Qué hacer en el encuentro con el no-saber y con la evanescencia de las garantías que antes nos sostenían? Cristina no sólo sobrellevó su falta, sino la nuestra. Pero no lo hizo al modo delirante o perverso, obturando la falta con, por ejemplo, una máscara canalla de omnipotencia o redoblando el discurso del amo. Cristina pudo servirse de la falta que dejó el cuerpo real de su hombre así como de ese significante surgido de la comunidad duelante. La fortaleza (en términos de potencia) unida a la falta no volvió a este sujeto más autoritario, más agresivo o más soberbio en sus resoluciones. Llevó la falta hasta el punto en que convierte su potencia en acto: el hacer, la profundización de las políticas públicas que se habían iniciado en 2003.
La potencia del goce articulada al no-saber que nos abre el deseo es un modo de inscribir la tensión entre exceso y falta. El Otro goce que en el lado femenino parece desbocado, salvaje, puede encontrar su dique a través del amor, no el amor narcisista que nos reafirma en nuestro valor fálico, sino el amor a un muerto que ya no nos puede resguardar desde la tumba.
Cristina siempre fue una excelente oradora y transmisora de conceptos y propuestas, pero su tono a veces se volvía tan ideológico e intelectual que marcaba una distancia con sus interlocutores y oyentes. Desde que está duelando a su hombre, sus discursos tienen un tono más íntimo, de una extraña confidencia con sus oyentes. No sólo lo transmite en el contenido (abundan las referencias a Néstor y a las políticas concretas con sus concomitantes sentidos históricos que él promovió), sino en la forma de expresión: en la ruptura de la voz por las inesperadas lágrimas y en la explicitación de sus afectos y convicciones que señalan hasta qué punto está concernida en lo que dice. La ideología pudo articularse con el deseo, con la función que le permitió servirse del nombre de su amante. Sin embargo, no perdió su función política, porque es muy notoria la diferencia entre los discursos dirigidos a los ciudadanos argentinos y a los que hace para mandatarios de otros países o empresarios y políticos locales; hay algo que cae en sus discursos locales cada vez que habla, como si necesitara de otros que la escuchen para hacer su duelo y dejar caer esa sombra del objeto amado para que no se le venga encima. Pero sería absurdo escuchar en estos discursos una mera catarsis o elaboración subjetiva; al mismo tiempo que puede elaborar su pérdida hace política, no deja de hacerla en ningún momento. Es más, quizás haya inventado nuevas funciones del político a partir de la coyuntura azarosa que le tocó, del hecho de que en pleno ejercicio del poder se muera quien no sólo era el líder político de su movimiento, sino también su amante y compañero de toda la vida.
En la citada entrevista surge este diálogo:
- Ni siquiera en el momento de debilidad de él me sentía desprotegida.
- ¿Y ahora quién la protege?
- ¡Qué pregunta! (Piensa unos segundos.) Creo que él desde algún lado, soy muy creyente. Los seres que me quisieron y ya no están. Me protejo un poco yo, en lo que puedo. Me protege en cierta medida la gente que me quiere y me da mucha fuerza y me dice “no aflojes”. Es como que vos misma te das fuerza. El recuerdo de él, la memoria de él, lo que tengo que hacer en nombre de él.
Este tono al que hice referencia sería impensable sin los dos goces que se ponen en juego desde el lado femenino, el goce fálico y el Otro goce. El nombre de Néstor es su causa y el motor de sus búsquedas. Pero Cristina no sólo sigue dirigiéndose a ese portador del falo, sino que habla de lo que queda cuando ya no hay garantías. Si para ella Néstor Kirchner era quien le aseguraba una seguridad en el mundo, seguir haciendo política, seguir eligiendo hacer política en un mundo sin garantías es una apuesta de su deseo. Sin renunciar a las marcas significantes que construyó junto a su compañero, hace hablar a ese agujero que nos recuerda que no hay marcas significantes que nos den seguridad en el mundo, y que la apuesta por el deseo también no sólo implica servirse de esas marcas sino terminar de agujerearlas.
En este duelo está Cristina, aún; ahí mismo estamos nosotros y nuestra historia argentina, queriéndolo o no.
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