Por Esteban Espejo
La palabra y el mutismo en el análisis, la escritura y los mitos. La suspensión de la metáfora. Presentado en II Jornadas de la Cátedra II de Psicoanálisis: Escuela Francesa “Usos de la Metáfora”, agosto de 2010.
Con la construcción de la Torre de Babel a partir de un único lenguaje los antiguos pretendieron igualar a Dios. Él, para conservar su lugar de saber absoluto, no demolió la torre con huracanes o rayos, sino que diseminó diferentes lenguas así sembraba en los hombres la confusión y la imposibilidad de construir la inmensa obra.
La caída de la torre de Babel es el mito más próximo a la función del lenguaje en la literatura y el psicoanálisis. Este mito nos confronta con la multiplicidad de significantes y significados y la pérdida de una unidad que concluya nuestro nombre.
Los poemas cazan lo salvaje de las cosas, la intuición metafísica del hombre que habita la tierra; es el testimonio que podemos recoger de los poetas que relatan su experiencia artística: trastornan el lenguaje al dar con algo entre el hombre y lo divino, el instante y lo eterno, el silencio y el grito. Así escuchamos la poesía, como un gemido, el balbuceo de un medio decir. Antonio Porchia, maestro en voces entredichas, indica:
“Voy perdiendo el deseo de lo que busco, buscando lo que deseo”;
o también expresa:
“Creías que destruir lo que separa era unir. Y has destruido lo que separa. Y has destruido todo. Porque no hay nada sin lo que separa”.
El privilegio de la palabra poética es su carácter interrumpido, cortado por los diferentes sentidos que podamos escuchar en un mismo significante. La literatura nace de la potencia de la multiplicidad que tuvo el hombre para acceder a las cosas; por eso es un habla fragmentaria, porque recorta simbólicamente algo que en lo real es total, distinguiendo determinados rasgos de las cosas por sobre otros, trazando en una caverna las marcas salvajes que separaban al animal de su signo. La primer escritura no sólo inició el mundo simbólico con leyes, religión y arte, sino que marcó el carácter inexorable: el ser humano, al necesitar del símbolo para vivir, siempre será una ficción, su propia metáfora.
Al inscribir el animal real a partir de un dibujo, y aún más, al figurarse a sí mismo cazando al animal, el hombre se separó de su animalidad pudiéndose ubicar como aquel que caza y dibuja al mismo tiempo, aquel que quedará en la memoria de la roca, del espejo. Para nacer, el ser humano debió multiplicarse, siendo dos o innumerables donde en lo real sólo éramos uno. ¿No son algunos poemas el intento de alcanzar esa unidad salvaje, comprobando en los mismos versos esa imposibilidad que señala la diferencia? Fernando Pessoa debió escindirse y multiplicarse para escribir:
Sentirlo todo de todas las maneras,
vivirlo todo desde todos los lados,
ser una misma cosa de todos los modos posibles y al mismo tiempo,
realizar en mí toda la humanidad en todos los momentos,
en un solo momento difuso, profuso, completo y lejano.
(…)
Me multipliqué para sentir,
para sentirme, necesité sentirlo todo,
me desbordé, no hice otra cosa más que derramarme,
me desnudé, me entregué,
y hay en cada rincón de mi alma un altar a un dios diferente.
De forma inversa al nacimiento donde dos cuerpos se unen para conformar uno, en este mito del lenguaje, el sujeto necesitó un segundo significante para constituir su lenguaje y extraviar la unidad completa del ser vivo. Al igual que el nieto de Freud debió arrojar un juguete para separarse de la madre y de lo que él fue para ésta, para nacer como seres humanos sólo pudimos hacernos metáfora, obra de arte que aunque perdida, nos quedan sus huellas para no olvidar el signo que fuimos, el poema que somos. Lacan dice en el Seminario 5 que la metáfora permite “la posibilidad no sólo de desarrollos del significante sino también de surgimientos de sentidos siempre nuevos, los cuales siempre depuran, complican, profundizan, dan sentido de profundidad a lo que, en lo real, no es más que pura opacidad”.
La metáfora remite a una diferencia entre los significantes y al mismo tiempo una diferencia entre lo que se pretende nombrar y el nombre, o sea, entre la cosa y el significante. Este uso de la metáfora se percibe en el lenguaje más corriente cuando al querer describir cualquier situación cotidiana o explicar qué sentimos y pensamos respecto de los objetos que libidinizamos, necesitamos recurrir a otras palabras, recuerdos, imágenes que no estaban presentes en la situación que queríamos describir; además del movimiento metonímico por el que desplazamos el sentido de las palabras, necesitamos de comparaciones constantes que manifiestan cómo la metáfora exige partir para luego volver, aunque no volvamos a ser los mismos en esa vuelta. Este mecanismo nos viola, y más cuando se delata lo que no queríamos decir, o que no sabíamos que podíamos decir.
Ello habla; la metáfora hace hablar a ello; ello nos habla. Por eso Lacan rastreó en los estudios del lenguaje la clave del inconsciente, no porque le interesara la lingüística al modo de un conocimiento del lenguaje, sino porque el inconsciente insiste en manifestarse con palabras, ese inconsciente que nos delata pero que también nos encauza cuando andamos desorientados por tantas opiniones, morales e intenciones del Yo. Escuchar la metáfora es escuchar la forma en que el sujeto puede decirse de diferentes modos, es abrir lo uno del determinismo biológico o cultural a la multiplicidad y al azar, en ese punto de confusión y máxima ambigüedad al que también confronta la metáfora poética. En esta ambigüedad reside el equívoco, la angustia que tal vez nos espera para desnudarnos y susurrarnos la diferencia entre el sentido que se fue y aquella verdad que nunca va a llegar.
Podría pensarse que el psicoanálisis parte de una apología de la diferencia, no para hacer militancia de una filosofía de Derrida, sino porque nació de la evidencia de esta diferencia, de esta pérdida entre el lenguaje y las cosas del mundo. Justamente, la causa donde se apoyó Freud estaba perdida, no tanto por el discurso capitalista sino porque nunca captamos la clave definitiva del deseo del sujeto, por eso todo deseo se vuelve metáfora de metáfora.
Pero la metáfora no es la única condición del arte. En el Seminario 11, con las diversas puntualizaciones del objeto a, Lacan reformula el lugar de la ausencia para el psicoanálisis y da un paso que con la creación metafórica era impensable. La ausencia ya no será sólo el paradigma del registro simbólico, sino que al delinear el objeto a como vacío real que causa el deseo y alrededor del cual se produce el movimiento pulsional, le permite marcar la creación de la obra de arte que llama “la lluvia del pincel”. En la producción artística el objeto a está en función de causa de deseo:
Si un pájaro pintase, ¿no lo haría dejando caer sus plumas, una serpiente sus escamas, un árbol desarugándose y dejando llover sus hojas? Esta acumulación es el primer acto en el deponer la mirada. Acto soberano, sin duda, puesto que pasa a algo que se materializa y que, debido a esa soberanía, volverá caduco, excluido, inoperante, todo cuanto, llegado de otro lado, se presentará ante ese producto. (Seminario 11, p. 121)
El instante del acto artístico soberano Lacan lo distingue del segundo tiempo donde la obra concluida se aparta del creador en la circulación social y lo que vuelve es caduco e inoperante porque la operación de desprendimiento del objeto ya fue realizada. Lacan señala una función del objeto a como causa del acontecimiento artístico cuando este objeto queda ubicado como deseo al Otro y como un dar-a-ver:
la mirada opera en una suerte de descendimiento, descendimiento de deseo (…) En él, el sujeto no está del todo, es manejado a control remoto. (…) se trata de una especie de deseo al Otro en cuyo extremo está el dar-a-ver. ¿En qué sentido procura sosiego ese dar-a-ver –a no ser en el sentido de que existe en quien mira un apetito del ojo? Este apetito del ojo al que hay que alimentar da su valor de encanto a la pintura. (p. 122)
Se habla mucho acerca de los recursos de la creación artística como forma privilegiada de comunicación y de intercambio cultural, así como de sus reiterados efectos terapéuticos sobre los sujetos. Es la apología del arte como lazo social, pero ¿en qué sentido entender esta comunicación? Las obras artísticas violan la comunicación cerrada del sentido común donde habría un supuesto acuerdo entre nosotros y el supuesto autor: la poesía, dice Aldo Pellegrini, contribuye a la confusión general, rasgo que nos acerca al malentendido, el equívoco que experimentamos en un análisis. Las obras que más conmueven, turbándonos a veces, nos dejan una pregunta ardiente: ¿qué quiso decir con esto?, como si preguntando por el significado de la supuesta intención del supuesto autor, pudiéramos concluir el problema del arte, clausurar el diálogo inconcluso.
La pregunta sobre quién habla en la obra de arte es la que podemos hacernos respecto del inconsciente, porque en ambos espacios el sujeto está suspendido en una hiancia, apertura pulsional del discurso o del acto artístico. En la poesía se anula la posibilidad de decir “yo”, o si decimos “yo” es para traicionarnos, para traicionar el secreto del arte. Así como la resolución de la duda a partir del “yo pienso” es la traición al inconsciente, el “yo” utilizado para designar una voluntad del autor que sabe perfectamente lo que quiere comunicar con su obra, es traicionar el pacto tácito que juraron nuestros ancestros al escribirse con metáforas en la piedra. “Ello habla”, ello habla el inconsciente y el arte. Siguiendo a Blanchot, la voz que habla en la obra es la tercera persona: “Él habla”, a condición de no revelar jamás quién es ese “Él” y nunca reducirle mediante interpretaciones psicológicas o biográficas a la persona del autor. En esa sustitución de “yo” por “Él” se esconde el secreto de la literatura, secreto que el lenguaje ni siquiera divulgó a los dioses. Escribimos, hablamos no sólo con metáforas, sino siendo nosotros mismos metáforas, hablados por Otros. Esto lo lleva a Blanchot a intuir la Ausencia del Libro y el absurdo que tan bien conoció Kafka.
De todas formas, no podemos evitar la traición, el sacrilegio del pacto sagrado con el silencio. Decimos “yo” por la impotencia de no saber decir “Él”, “ello”, “nadie”. Así como en un análisis recorremos el arduo camino de andar castrados y extranjeros de nuestra lengua, el acontecimiento artístico exige la renuncia a aquella comunicación donde obra, autor y receptor se confunden en un diálogo que anula las preguntas que nos servían como signos para soportar el medio decir de la poesía, las letras que encandilan la oscuridad.
Los surrealistas convirtieron esta evidencia literaria en poesías:
“Sueño que canta hace temblar a las sombras.”
“La chiquilla anémica hace ruborizar a los maniquíes encerrados.”
“Un sueño sin estrellas es un sueño olvidado”
“Llegaron como ángeles pintados llevando en grandes soperas el vino de los inocentes”
La poesía es un lazo furioso con las palabras que no supimos decir o escuchar, con los semejantes que escuchan aquello que no quisimos decir, que olvidan lo que hubiéramos deseado que retuviesen. Más que un lazo social o de uno por uno, la poesía tal vez sea un lazo de deseo por deseo, un látigo que nos deja desnudos cuando menos lo esperábamos, una emboscada por símbolos que se unen y superponen en metáforas que nadie puede explicar. Así hallamos el amor que nos desconcierta, en los gestos y signos ambiguos que recuerdan la ficción del hombre y su lenguaje, el nacimiento de la salvaje escritura siempre distinta a sí misma.
Pero este lugar desde donde el sujeto está sometido a hablar nos incomoda, nos hastía; por eso Maurice Blanchot pregunta en El diálogo inconcluso: “¿cómo expresarse de otro modo sin ponerse a sí mismo en entredicho?”
Para su amigo George Bataille el hombre no puede escapar de la comunicación; y para no dejarla como un acto de servidumbre, Bataille apuesta por una comunicación soberana:
La “comunicación” no puede realizarse de un ser pleno e intacto a otro: necesita seres que tengan el ser en ellos mismos puesto en juego, situado en el límite de la muerte, de la nada (…) En la “comunicación”, en el amor, el deseo tiene la nada por objeto. (…) El deseo soberano, que roe y alimenta la angustia, compromete al ser a buscar el más allá de él mismo. (…) Es mi ausencia lo que presiento en el desgarramiento. [Esta comunicación se establece] entre dos seres puestos en juego –desgarrados, suspendidos, inclinados uno y otro sobre su nada. (Bataille, Sobre Nietzsche, p. 50-51)
Bataille intuye que una comunicación auténtica –al igual que la relación sexual– se da entre dos ausencias, sin contar que la misma comunicación está hecha de palabras, de ausencias. Este planteo nos recuerda a la situación analítica donde el analizante y el analista están marcados por dos faltas, aunque éstas no se correspondan entre sí, por un lado el deseo del sujeto, por otro el deseo del analista. Si seguimos los textos de Bataille encontramos que esta comunicación excede el lenguaje y sus movimientos metafóricos en el horror, la seducción, gestos equívocos, en una palabra tan desnuda y vacía que arde de amor loco y deseo extraviado. De forma similar, en las contraseñas que despierta un análisis retenemos el asombro, la risa, el amor, la angustia, el erotismo que sólo nos brindan las metáforas fallidas, aquellos modos de decir que por suerte nunca alcanzarán la completitud de la palabra.
¿Cómo soportar el punto en que las metáforas se detienen sin tener que buscar nuevos significantes, nuevos sentidos para continuar apoyados en algo? Aunque el carácter fallido de la metáfora nos deje el consuelo de encontrar en esa falla el deseo o la belleza de un poema, es en el lugar donde ya no es posible hacer metáforas el momento en que andamos desnudos de significaciones que terminan acuchillando la causa. Por eso ni el psicoanálisis ni la literatura pretenden decirlo todo o recorrer la máxima cantidad de sentidos posibles, sino conservar el instante de angustia, de vértigo mudo que a veces produce el punto final de un poema o el corte de sesión: el momento extremo del no-saber, que como bien intuyó Bataille nos devuelve a la risa inesperada, a la turbación de un amor irreconocible, al fulgor de una muerte sagrada.
El encuentro con la desnudez y la interrupción de la producción metafórica del inconsciente, pueden darse en el punto final de una obra o en el corte de sesión. También en la experiencia del autor ante la página en blanco, donde todavía no está claro qué quiere significar y cómo, así como justo en el momento previo a hablar en el inicio de una sesión. Así vivimos, entre mitos, entre lo que había antes de la palabra y lo que quedará después de ésta. En esos instantes previos y posteriores al habla quizás surja lo salvaje y sagrado que persiguió Bataille, que antecede y excede la metáfora.
Podemos imaginar que los habitantes de Babel, desgarrados por la pérdida del lenguaje universal y la caída de su Torre, dejaron de hablar por unos minutos, o tal vez por años. Luego del castigo de Dios pero antes de apropiarse de las nuevas lenguas que Él diseminó por la tierra, permanecieron mudos. En esta suspensión del discurso quizás encontraron por unos momentos la clave secreta del habla: el instante en que ya no queda significado o significante que continúe la aventura metafórica.
¿Cómo había llegado a querer, se pregunta Blanchot, la interrupción del discurso? …una interrupción fría, la ruptura del círculo. Y enseguida ello había sucedido: el corazón que cesa de latir, la eterna pulsación hablante que se detiene.
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