El Sendero del campo

Por Martin Heidegger

Texto escrito en 1949 donde Heidegger intercala entre las imágenes poéticas rurales alusiones al “otro pensar” que propone donde la sencillez y serenidad cobran carácter filosófico. A partir de este breve escrito –que presenta la forma de un relato, probablemente con experiencias autobiográficas– puede comprenderse el clima conceptual de Caminos de bosque, obra fundamental de su segunda etapa filosófica donde intenta aproximarse al pensamiento sobre el ser a partir de un lenguaje poético con el telón de fondo de su crítica a la historia de la metafísica.


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El Sendero del campo

Corre desde el portón del jardín hacia el Ehnried. Los viejos tilos del parque del castillo lo siguen con su mirada por encima de la muralla, ya cuando reluce claro hacia Pascuas entre los sembrados nacientes y los prados que despiertan, ya cuando se pierde, hacia Navidad, detrás de la colina cercana, bajo las nevadas. Al llegar al crucifijo campestre dobla hacia el bosque. Al bordearlo saluda al roble alto a cuyo pie hay un banco de rústica carpintería.

Sobre él había, a veces, algún escrito de grandes pensadores que una joven inhabilidad trataba de descifrar. Cuando los enigmas se agolpaban sin salida el sendero del campo ayudaba, pues guiaba serenamente el pie en lo sinuoso, a través de la amplitud de la sobria campiña.

De vez en cuando el pensamiento vuelve a aquellos escritos – o hace sus propias tentativas- y retoma la huella que el sendero traza a través de los campos.

Éste queda tan próximo del paso del que piensa como del paso del campesino que en la madrugada sale a guadañar.

Frecuentemente -con los años, el roble del camino induce al recuerdo de los juegos primeros y del primer elegir. Cuando -a veces caía bajo los golpes del hacha un roble en medio del bosque, el padre se apuraba a buscar a través de la foresta y los soleados claros, la madera que se le había asignado para su taller. Allí operaba lenta y cuidadosamente en las pausas de su trabajo, al ritmo del reloj de la torre y de las campanas, pues ambos sostienen su propia relación con el tiempo y la temporalidad.

De la corteza del roble cortaban los niños sus barcos que, provistos de remo y timón, navegaban en el arroyo Mettenbach o en la fuente Schulbrunnen. En los juegos, los viajes a través del mundo llegaban todavía fácilmente a su meta y lograban encontrar de vuelta las costas. La ensoñación de aquellos viajes permanecía envuelta en un brillo entonces todavía apenas visible, pero que existía sobre todas las cosas. ojo y mano de la madre delimitaban su reino. Era como si su tácito cuidado abrigara toda esencia.

Aquellos viajes del juego no sabían aún de las travesías en las cuales toda orilla queda atrás. Pero, en cambio, la dureza, y el perfume de la madera del roble empezaban a hablar más perceptiblemente de la lentitud y constancia con las cuales crece el árbol. El roble mismo decía que sólo en tal crecimiento está fundamentado lo que perdura Y fructifica: que crecer significa abrirse a la amplitud del cielo y -al mismo tiempo- estar arraigado en la oscuridad de la tierra, que todo lo sólidamente acabado prospera sólo cuando el hombre es de igual manera ambas cosas: dispuesto a la exigencia del cielo supremo y amparado en la protección de la tierra sustentadora.

Eso es lo que sigue diciéndole el roble al sendero que pasa con seguridad a su lado. El camino recoge todo lo que tiene sustancia en su entorno y le aporta la suya a quien lo recorra. Los mismos sembrados y ondulaciones de la pradera acompañan al sendero en cada estación en una siempre cambiante vecindad. Sea que las montañas de los Alpes se sumerjan en el crepúsculo sobre los árboles; sea que -donde el sendero salta sobre la ondulación de la colina- ascienda la alondra en la mañana estival; sea que el viento del Este llegue atormentado desde la región donde está la aldea natal de la madre; sea que un leñador cargue al anochecer, rumbo a la cocina del hogar, su haz de leña; sea que regrese el carro de la cosecha balanceándose en los surcos del camino; sea que los niños recojan al borde del prado las primeras flores de primavera; sea que la niebla mueva sobre la campiña durante días su lobreguez y su peso: siempre y en todas partes rodea al camino del campo el consejo alentador de lo mismo:

Lo sencillo conserva el enigma de lo perenne y de lo grande. Sin intermediarios y repentinamente penetra en el hombre y requiere, sin embargo, una larga maduración. Oculta su bendición en lo inaparente de lo siempre mismo. La amplitud de todas las cosas crecidas, que permanecen junto al sendero nos otorga mundo. En lo tácito de su lenguaje, Dios es recién Dios, como lo señala Meister Eckhardt, ese viejo maestro de la vida y de los libros.

Pero el consejo alentador del camino del campo habla solamente mientras haya hombres que, nacidos en su ámbito, puedan oírlo. Ellos son siervos de su origen pero no sirvientes de maquinaciones.

Cuando el hombre no está en el orden del buen consejo del camino del campo, trata en vano de ordenar el globo terráqueo con sus planes. Amenaza el peligro que los hombres de hoy permanezcan sordos a su lenguaje. A sus oídos llega sólo el ruido de los aparatos que toman por la voz de Dios. El hombre deviene así distraído y sin camino. Al distraído lo sencillo le parece uniforme. Lo uniforme harta. Los hastiados encuentran solo lo indistinto. Lo sencillo escapó. Su quieta fuerza está agotada.

Disminuye rápidamente, por cierto, el número de aquellos que conocen todavía lo sencillo como su propiedad adquirida. Pero los pocos serán en todas partes los que permanecerán. Gracias a la suave fuerza del sendero del campo, podrán alguna vez perdurar frente a las fuerzas colosales de la energía atómica, artificio del cálculo humano y atadura de su propia acción.

El buen consejo del sendero del campo despierta un sentido que ama lo libre y que trasciende, en el lugar adecuado, la turbia melancolía hacia una ultima serenidad. Combate la necedad del mero trabajar que efectuado sólo porque sí, fomenta únicamente la inanidad.

En el aire del sendero del campo, que cambia según la estación, prospera la sabia serenidad, cuyo aspecto parece a veces melancólico.

Este saber amable es la serenidad campesina[i][i]. No la adquiere quien no la posea. Los que la poseen, la tienen del sendero del campo. Sobre su senda se encuentran la tormenta invernal y el día de la cosecha; el ágil estremecimiento de la primavera y el calmo morir del otoño; se contemplan mutuamente el juego de la juventud y la sabiduría de la vejez. Pero en una sola consonancia, cuyo eco el sendero del campo lleva y trae silenciosamente consigo, todo queda armonizado.

La sabia serenidad es un portal hacia lo eterno. Su puerta gira en goznes que han sido alguna vez forjados de los enigmas de la existencia por un herrero conocedor.

Desde el Ehnried regresa el sendero al portón del jardín. Pasando por la última colina, su estrecha cinta conduce por una llana hondonada hasta la muralla de la ciudad. Brilla opaco en el resplandor de las estrellas. Detrás del castillo se eleva la torre de la iglesia de San Martín. Lentamente, casi con retardo, resuenan once campanadas en la noche. La vieja campana cuyas sogas frecuentemente frotaron manos de niño hasta calentarse, tiembla bajo los golpes del martillo de las horas, cuya cara sombría-graciosa nadie olvida.

El silencio se vuelve aún más silencioso con la última campanada. Alcanza a aquellos que en dos guerras mundiales fueron sacrificados antes de tiempo. Lo sencillo se ha vuelto aún más sencillo. Lo siempre mismo extraña y libera. El consejo alentador del sendero del campo es ahora muy claro.

¿Habla el alma? ¿Habla el mundo? ¿Habla Dios?

Todo habla de la renuncia en lo mismo Esta renuncia no quita. La renuncia da. Da la inagotable fuerza de lo sencillo. Ese buen consejo hace morar en un largo origen.

 

Referencia: Traducción y nota de Sobine Langenheim y Abel Posse, publicada en el matutino La Prensa el 12 de agosto de 1979