Por Cesare Pavese
Cesare Pavese se remonta a los mitos griegos para expresar lo actual. La escena mítica le permite ser tan preciso como lo exigen los personajes que fue eligiendo para componer esos bellos Diálogos con Leucó. Pavese entrevió que la respuesta estética a nuestra época que extravía los nombres sagrados era volver sobre aquellas historias para reescribir los puntos de fuga por los que los mitos aún hoy nos siguen intrigando.
El diálogo que elegimos es el que mantiene Edipo con Tiresias, el adivino ciego, antes de saber lo imposible de saber y marchar al exilio con los ojos arrancados acompañado por su hija Antígona. Podemos imaginar junto a Pavese que había signos de ese saber no sabido del parricidio y el incesto; en este diálogo se anticipan a la “roca” del destino trágico y a esa ambigua relación con los dioses que Edipo mantendrá hasta su muerte.
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Los ciegos (de Diálogos con Leucó)
Cesare Pavese
No hay asunto de Tebas en que falte el adivino ciego Tiresias. Poco después de este coloquio comenzaron las desventuras de Edipo –es decir, se le abrieron los ojos y, horrorizado, él mismo se los arrancó.
(hablan Edipo y Tiresias)
Edipo: Viejo Tiresias, ¿debo creer lo que se dice aquí en Tebas, que los dioses te han cegado por envidia?
Tiresias: Si es verdad que todo proviene de ellos, debes creerlo.
Edipo: ¿Tú qué opinas?
Tiresias: Que de los dioses se habla demasiado. Estar ciego no es desgracia distinta a estar vivo. Siempre he visto las desventuras ocurrir en el momento en que tenían que ocurrir.
Edipo: ¿Y qué hacen, pues, los dioses?
Tiresias: El mundo es más viejo que ellos. Ya llenaba el espacio y sangraba, gozaba, era el único dios, cuando el tiempo aún no había nacido. Las cosas mismas reinaban, entonces. Sucedían cosas. Ahora, gracias a los dioses, todo se ha vuelto palabras, ilusión, amenaza. Pero los dioses pueden molestar, acercar o alejar las cosas; no tocarlas ni cambiarlas. Llegaron demasiado tarde.
Edipo: ¿Y justamente tú, un sacerdote, dices eso?
Tiresias: Si no supiera al menos eso, no sería sacerdote. Toma un muchacho que se baña en el Asopo, una mañana de verano. El muchacho sale del agua, vuelve al agua, feliz; se sumerge una y otra vez. Se siente mal y se ahoga. ¿Qué tienen que ver los dioses? ¿Habrá que atribuirles su muerte o en cambio el placer que gozó? Ni lo uno ni lo otro. Ha ocurrido algo, que no es ni bueno ni malo, algo que no tiene hombre; después le darán un nombre los dioses.
Edipo: Y nombrar, explicar las cosas, ¿te parece poco, Tiresias?
Tiresias: Eres joven, Edipo, y al igual que los dioses, que son jóvenes, aclaras tú mismo las cosas y las nombras. No sabes todavía que bajo la tierra hay roca y que el ciclo más azul es el más vacío. Para quien es ciego como yo, todas las cosas son un tropiezo, nada más.
Edipo: Sin embargo has vivido venerando a los dioses. Por mucho tiempo te has ocupado de las estaciones, los placeres, las miserias humanas. De ti se cuenta más de una fábula, como si fueras un dios. Especialmente una tan extraña, tan insólita que debe tener algún sentido -tal vez el de las nubes en el cielo.
Tiresias: He vivido mucho. He vivido tanto que cada historia que escucho me parece la mía. ¿Qué decías del sentido de las nubes en el cielo?
Edipo: Una presencia en el vacío…
Tiresias: Pero ¿cuál fábula es esa que tú crees tenga un sentido?
Edipo: ¿Has sido siempre lo que eres, viejo Tiresias?
Tiresias: Ah, entiendo. La historia de las serpientes. Cuando fui mujer por siete años. Y bien, ¿qué le hallas a esa historia?
Edipo: Te ocurrió a ti y tú lo sabes. Pero sin un dios estas cosas no ocurren.
Tiresias: ¿Tú crees? Todo puede suceder sobre la tierra. No hay nada insólito. En aquel tiempo sentía disgusto por las cosas del sexo: me parecía que habían envilecido el espíritu, la santidad, mi carácter. Cuando vi las serpientes gozarse y morderse en la hierba, no pude contener mi desprecio: las golpeé con el bastón. Poco después yo era mujer -y durante años mi orgullo fue obligado a sufrir. Las cosas del mundo son roca, Edipo.
Edipo: ¿Pero es en verdad tan vil el sexo de la mujer?
Tiresias: No, en lo absoluto. No hay cosas viles sino a causa de los dioses. Hay molestias, disgustos, ilusiones que, al tocar la roca, se disuelven. Aquí la roca fue la fuerza del sexo, su ubicuidad y omnipresencia bajo todas las formas y cambios. De hombre a mujer y viceversa (siete años después vi de nuevo a las dos serpientes), lo que no quise consentir con el espíritu me fue impuesto por violencia o por lujuria; y yo, hombre desdeñoso o mujer envilecida, me desenfrené como mujer y fui abyecto como hombre, y lo supe todo del sexo: llegué al punto en que, siendo hombre, buscaba a los hombres y, mujer, a las mujeres.
Edipo: ¿Ves entonces que un dios te ha enseñado algo?
Tiresias: No hay dioses sobre el sexo. Te repito que es la roca. Muchos dioses son bestias, pero la serpiente es el más antiguo de los dioses. Cuando se aplasta sobre la tierra te da la imagen del sexo, y ahí están la vida y la muerte. ¿Qué dios puede encarnar y abarcar tanto?
Edipo: Pues tú mismo. Lo has dicho.
Tiresias: Tiresias está viejo y no es un dios. Cuando joven ignoraba estas cosas. El sexo es ambiguo y siempre equívoco. Es una mitad con la apariencia de un todo. El hombre llega a encarnarse en él, a vivir dentro de él como un buen nadador dentro del agua, pero mientras tanto envejece, toca la roca. Al final sólo le queda una idea, una ilusión: que el otro sexo quede saciado. Pues bien, no lo creas: yo sé que para todos es un vano afán.
Edipo: No es fácil contradecirte. No por nada tu historia comienza con serpientes. Pero también comienza con el disgusto, con el fastidio por el sexo. ¿Y qué dirías a un hombre cabal que te jurase ignorar tal disgusto?
Tiresias: Qué no es un hombre cabal sino todavía un niño.
Edipo: También yo, Tiresias, he tenido encuentros en el camino de Tebas. En uno de ellos se habló del hombre -desde su infancia hasta la muerte- y toqué la roca. Desde aquel día fui marido y fui padre y rey de Tebas. Para mí, no hay nada de ambiguo o de vano en mis días.
Tiresias: No eres el único, Edipo, que piensa así. Pero la roca no se toca con palabras. Que los dioses te protejan. También yo te hablo y estoy viejo. Sólo el ciego conoce la tiniebla. Me parece vivir fuera del tiempo, haber vivido siempre, y ya no creo en los días. También dentro de mí hay algo que goza y que sangra.
Edipo: Decías que ese algo era un díos. ¿Por qué, mi buen Tiresias, no intentas rogarle?
Tiresias: Todos oramos a algún dios, pero lo que acontece no tiene nombre. El muchacho ahogado una mañana de verano, ¿qué sabía de los dioses? ¿Que convenía rezarles? Hay una gran serpiente en cada día de la vida y se aplasta y nos mira. ¿Te has preguntado alguna vez, Edipo, por qué los infelices al envejecer se vuelven ciegos?
Edipo: Ruego a los dioses que no me suceda.
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