El maestro, los padres y el médico

Por Donald Winnicott

Les acercamos las lúcidas reflexiones del psicoanalista de niños Donald Winnicott que en esta oportunidad se pregunta por los vínculos entre los maestros, los padres y el médico psicoanalista. ¿En qué punto se relacionan y en qué se diferencian?, ¿cuál es la función de cada uno respecto de los niños? El lector podrá ver que en 1936 ya existían más o menos los mismos obstáculos que ahora: fracaso escolar, problemas vinculados a la autoridad escolar, denuncias de “maltrato” de parte de los docentes a los niños, entre otros. Pero, ¿qué hacer con todo esto? He aquí las interesantes dilucidaciones de Winnicott: no se trata de inculpar ni a docentes ni a padres, tampoco de identificarse con “el perjudicado”. Se trata de establecer un diálogo entre todos para que cada uno pueda tramitar la ambivalencia estructural y así ejercer la función a la que están convocados.


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El maestro, los padres y el médico (1936)

Donald Winnicott

Si se reflexiona un momento sobre este tema, se advertirá que la yuxtaposición de estos tres tipos de seres humanos -el maestro, el padre o la madre y el médico- tiene implicaciones algo siniestras. ¿Qué podría reunir a un maestro, un padre o madre y un médico? O bien, para formular la pregunta de otro modo, ¿por qué tendría que ser necesario que alrededor de un centenar de personas renuncien a su fin de semana para estudiar la relación, evidentemente precaria, existente entre estas clases de adultos? La respuesta es, desde luego, que en el trasfondo, en algún lugar, hay un niño. El niño es el cemento que liga entre sí a estas piedras, y es también el terremoto que las hace pedazos.

La educación de un niño normal (si por un momento se me permite usar la palabra “normal”) es comparativamente simple; y el niño normal tiende a unir al maestro y a los padres en una relación feliz, en la que cada uno es una extensión de la personalidad del otro. Además, el niño normal deja tan poco por hacer al médico que éste se convierte en una cifra; tal vez sea el responsable final de los criterios con que se alimenta a los niños en la escuela, la regulación de sus ejercicios físicos, la ventilación de los dormitorios y la prevención de las inevitables enfermedades infecciosas para que no se difundan, pero en cuanto al niño normal, el médico no ingresa mucho en el cuadro como persona.

Ahora bien, ¡qué pocos niños pueden llamarse normales! ¿Y queremos que lo sean? La respuesta dependerá de la forma en que definamos lo normal; pero sean cuales fueren nuestra definición y nuestro deseo, sabemos que los equívocos que surgen entre los padres y toda clase de custodios de sus hijos no son, en modo alguno, debidos en su totalidad a las dificultades personales que pueda haber entre los padres y los custodios. Sabemos bien que con frecuencia se deben a los niños.

El estudio de las dificultades propias del desarrollo emocional de los bebés y de los niños de distintos grupos etarios constituye el mejor fundamento para comprender la interrelación de los padres, los maestros, los médicos y todos los interesados en el cuidado y la educación de los niños.

No es mi tarea analizar aquí y ahora con ustedes el derrotero extremadamente complejo del desarrollo emocional del individuo, pero al abordar este tema no puedo dejar de lado al niño. Debemos ver, por ejemplo, el papel que éste desempeña en el siguiente ejemplo de desconfianza parental.

Un chico de ocho años, muy inteligente e inquieto, permaneció durante el período escolar en la casa de una persona a la que conozco bien y sé que es confiable. Al término de ese período su madre lo fue a buscar. Mientras volvían a la casa, el niño le contó a su mamá que la señora X (mi amiga) se había negado a darle las monedas que necesitaba diariamente para tomar el ómnibus, así que tuvo que ir a la escuela y volver de ella caminando. Esta mezquindad le había impedido tener tiempo suficiente para volver a almorzar a mediodía, aunque de todos modos la comida que le daban era escasa y mala. Y así sucesivamente. Le contó todo esto a la madre de la mejor manera posible, y sería injusto culparla a ella por haberle creído. Ocurre que la madre tenía también grandes dificultades, era muy aprensiva y siempre estaba sintiéndose perseguida o previendo que sucedería alguna catástrofe; me escribió diciéndomelo disgustada que estaba con la señora X y que no volvería a enviarle a su hijo para que lo cuidase.

Sucede que yo conocía bien al niño, porque lo estaba tratando por el método llamado psicoanálisis, y también estaba en estrecho contacto con mi amiga, la señora X. La situación real fue que el niño había disfrutado mucho su estadía en la casa de la señora X, donde conoció una estabilidad y una abundancia que no existían en su hogar. Además, la señora X es un tipo de persona más normal que la madre del niño, feliz y nada nerviosa. Por otra parte, al niño lo impresionó mi confiabilidad (mi trabajo consiste en ser confiable), que comparó abiertamente con los hábitos erráticos de su padre. La escuela a la que lo habían enviado también era buena, y estaba muy contento por el tiempo que había pasado ahí. Además, la firmeza de la señora X para con él era novedosa y le vino bien. Le había dado unas monedas para el ómnibus, y cuando él se las gastó en golosinas le dijo que entonces tendría que ir caminando, lo cual era justo, ya que recibía golosinas y monedas de muchas otras fuentes.

Cuando el niño se reencontró con la madre, se sentía pésimamente por todo esto. El hecho de que hubiese disfrutado de ese ambiente extraño a su hogar implicaba formular una seria crítica a este último. Tal vez no se sintiera culpable de forma consciente, pero fue un profundo sentimiento de culpa el que lo llevó a contarle a la madre que lo habían tratado mal. En un comienzo no tuvo el propósito de enfrentar a su madre con la señora X, pero supongo que cuando se dio cuenta de que lo había hecho y de que su madre le creía todo cuanto le había relatado, pensó que no podía echarse atrás sin sacrificar la lógica, y agregó nuevos pormenores.

¡Con cuánta frecuencia el deseo de un niño de ocultarle a su madre que encontró la dicha fuera del hogar da por resultado un equívoco! Lo que el niño quería decirle era muy complicado, demasiado para un chico de ocho años. Era más o menos esto: “Yo te quiero, a pesar de que en muchas de las formas en que puede expresarse el amor, la escuela lo hizo mejor que tú; además, mi amor a la escuela no fue tan intenso, ni estuvo ligado a experiencias infantiles, como lo es y será siempre mi amor por ti, así que hubo menos amenazas de codicia, se generó un odio menos intenso, menos ingobernable, más fácilmente transformado en modos de expresión aceptables; hubo menos conflictos, y yo me sentí más contento que en casa”.

Mi niño de ocho años quería decir todo esto, pero como no pudo, resolvió inventar el cuento sobre la frustración que padeció porque no le dieron las monedas.

El médico en este caso era yo. Mi tarea consistía en permitir a la madre que se quejara como quisiese durante unas semanas, y luego mostrarle la falta de realidad de todo eso; a la vez, tenía que lograr que la señora X pudiese reírse del asunto, para que no se sintiera herida si acaso recibía una carta mortificante de la madre. Por fortuna, como en este caso el chico estaba en análisis, tuve la oportunidad de hacer algo más que señalarle su mentira. No necesité hacer esto último en absoluto. En el curso del análisis, las complicadas motivaciones que describí se le harán claras, y a medida que él se sienta menos culpable (inconscientemente) por criticar a la madre, al padre y el hogar, y más capaz de criticarlos basándose en hechos externamente reales, la necesidad de esta clase de mentiras cesará sin un tratamiento directo.

Más adelante me explayaré en las complicaciones que generan las fantasías persecutorias, pero por el momento quiero llamar la atención de ustedes sobre el tema de los propósitos que se persiguen. ¿Cuáles son nuestros propósitos como médicos y maestros, y como indagadores de la verdad, en una conferencia como ésta?

En verdad, la decisión en cuanto a los propósitos y las motivaciones se toma dentro de cada uno, y depende de las tensiones y las tiranteces profundas de nuestra naturaleza, pero si momentáneamente se me permite fingir que tenemos un poco de control consciente sobre nuestra actitud hacia las cosas y la dirección de nuestros intereses, dedicaré a este tema alguna reflexión.

Yendo directo al grano: ¿vamos a tratar de inculpar a la madre? Me dan tanto trabajo los maestros, los asistentes sociales y los médicos claramente resueltos a “echarle la culpa a la madre”, que me veo llevado a hacerles esta pregunta. Si ése es nuestro propósito, tendremos amplia oportunidad para divertirnos. Cualquiera de ustedes podrá levantarse y dar ejemplos de estupidez de los padres, dobles mensajes e inexcusable ignorancia. Yo mismo podría hacerlo. Sin embargo, señalaré que, como base para la discusión, “inculpar a la madre” es tierra estéril para el sembrador.

Dicho sea de paso, los maestros y los médicos pueden ser tan estúpidos e ignorantes como cualquiera cuando son padres. La verdad es que están involucrados los sentimientos, y por ende los conflictos, más fuertes de los padres, puesto que éstos son y han sido los padres. Los maestros y los médicos parten con la ventaja de que nunca tuvieron hacia el niño los intensos sentimientos que tuvieron los padres, y sus conflictos inconscientes en relación con el niño son consiguientemente menos fuertes y perturbadores. Sólo el amor más intenso puede alimentar el odio y las sospechas más feroces, y sólo quienes experimentan los más fuertes sentimientos conocen qué hondo calan en la naturaleza humana los sentimientos de culpa, la depresión y las sospechas. De hecho, una de las principales funciones de un maestro es ponerse in loco parentis, o sea sin el lazo emocional de máxima intensidad que el progenitor y el niño reales sienten uno por el otro. Pues ese lazo entre padres e hijo está ahí, ya sea que se manifieste como amor, como odio o como ambas formas, o como indiferencia, y es la fuente de las tensiones emocionales que deforman e inhiben la educación.

El maestro comprensivo, quien pronta e intuitivamente advierte que las actitudes molestas de los padres hacia su hijo son el concomitante ineludible de los lazos emocionales históricos que tienen con él, está en mejores condiciones de afrontar las situaciones de emergencia, que aquel que simplemente cree que los padres forman una categoría aparte en cuanto a su poder de exhibir las más bajas características humanas.

Si un maestro no sabe imputarle más que malas motivaciones a la madre, ésta lo siente en la médula de sus huesos. Puede haber odios despertados en lo profundo de la madre en conexión con el amor a su hijo, y celos frente a cualquiera que se encargue de cuidarlo, y tal vez la principal preocupación de la madre sea que el odio así activado no dañe al niño, cuyo amor por él lo provocó. El maestro o la maestra deben presuponer que de tanto en tanto un poco de ese odio flotante se dirija a él o ella, y tendrá que ser capaz de soportarlo. No es lindo que a uno lo odien, pero tanto los médicos como los maestros deben tolerarlo. Los maestros que gozan de popularidad sólo lo hacen porque algún otro está cargando con el odio, y por lo común los demás los menosprecian, por razones bastante claras. Siempre me ha parecido que un director de escuela que goce de popularidad es una contradicción en los términos. Si él o ella son populares, supongo que todos los demás maestros deben soportar el odio en bloque… ¡porque el odio flotante está en alguna parte, sin lugar a dudas! Suele ocurrir que los padres piensen que cualquier sentimiento crítico u hostil que tengan puede ser ilógico o subjetivo, el resultado de sus conflictos íntimos, y como consecuencia de ello dejan sin reservas a sus hijos en manos de alguna autoridad escolar, presumiendo que LOS MAESTROS SON PERFECTOS. Esta presunción no se justifica. Los padres que no intervienen porque suponen que todo anda bien no son los padres ideales, aunque desde el punto de vista de la autoridad escolar posean cualidades convenientes.

(Quisiera introducir aquí al médico como la persona capaz de hablar con el padre o la madre, y con el maestro, y que gracias a su comprensión de la naturaleza humana logra que se entiendan entre sí. Por desgracia, esta observación no responde a la realidad. Los médicos (dejando de lado a los especialistas) tienen como regla una buena comprensión intuitiva, que se manifiesta en su trato concreto con los individuos. A menudo se llevan bien con sus pacientes, niños o padres. Pero una cosa es llevarse bien con un paciente, y otra, ser capaz de asesorar a los padres o aclarar un problema entre éstos y el maestro.

La razón radica, como en tantas cosas, en el método empleado por el médico. Fácilmente se sitúa en el lugar del paciente. Si se lleva bien con el niño es porque, en ese momento, comparte los intereses de éste, pero sobre todo porque comparte sus antagonismos, y así permite que las fantasías persecutorias del niño tengan visos de realidad. Así como un paciente con francos delirios de persecución puede quedar contento si el médico del manicomio paga un tributo diario a su sistema delirante y simula creerlo, así también es fácil comprar la amistad de un niño si uno le hace el juego a sus fantasías persecutorias. Tal vez baste con convertirse en el ogro o, recordando sus días de escolar, concordar con el niño en que el profesor de ciencia es un prepotente; o tal vez uno decida hacerse cómplice de una conspiración de enfermedad dirigiéndole una nota al director en la que rece: “Recomiendo que no se le exija ejercitación hasta el final del semestre”, “No es aconsejable encargar deberes hogareños en este caso”, “Deben evitarse los castigos corporales, ya que Tom tiene una tendencia a la debilidad cardíaca” (no importa qué signifique esto último).

La enfermedad infecciosa se amolda, desde el punto de vista psicológico, al sistema persecutorio delirante como una persecución llevada a cabo por los gérmenes que es verificada en la realidad. Habrán notado la mejoría que muestran ciertos tipos de niños difíciles cuando tienen sarampión o paperas o luego de la extirpación quirúrgica de su maldad interna, como la apendisectomía.

Asimismo, el médico se sitúa en el lugar del progenitor inquieto. Advierte lo espantoso que sería tener un hijo tan problemático, o un maestro tan poco comprensivo para su hijo, y apoya los lamentos del progenitor naturalmente, permitiéndole superar la tensión que le impone este vislumbre de las fantasías delirantes persecutorias.

Como apreciarán, esta ayuda muy real dista mucho de ser una verdadera comprensión, en el sentido intelectual. En rigor, se basa en el factor común de las fantasías persecutorias inconscientes de distintos seres humanos.

La frontera de la enfermedad psicofísica está dada por el propio mecanismo de seguridad de la naturaleza, y  gracias a Dios siempre hay médicos dispuestos a entregarse en manos de la naturaleza y a firmar un certificado para que el niño falte a la escuela a raíz de vagas dolencias sin rótulo, un dolor de cabeza o en la cadera. Con frecuencia, el progenitor le hace un guiño al médico con su visto bueno, dándole a entender que un día sin escuela no le hará al niño ningún daño, y entonces el médico, luego del debido despliegue de su estetoscopio, pronuncia su veredicto. El maestro está al tanto de todo esto pero se alegra de verse aliviado de la responsabilidad del día siguiente, que estaba destinado a provocar un choque entre la autoridad escolar y el niño. El ataque de hígado es a menudo el signo externo de una oleada interna de sentimientos de culpa de intensidad insoportable. El término popular moderno es “acidosis”, pero el único ácido cuya presencia puede demostrarse son las mordeduras y otros fenómenos de odio correspondientes a la fantasía inconsciente (la realidad interna) que el niño odia poseer. El niño es inconsciente del contenido de la fantasía, pero se siente indeciblemente culpable o angustiado, como si todo lo que llevara adentro fuera irremediablemente malo, y no obtiene alivio hasta vomitar o hasta lograr “una buena expulsión”. En ese estado, el niño puede tratar realmente de vaciarse.

Conozco a una niña cuya infancia estuvo dominada por sentimientos de culpa y (más conscientemente) por el temor a vomitar; cuando tenía entre seis y diez años se pasaba horas sentada en el inodoro tratando de sacar de sí hasta la menor partícula de sus heces. Todo lo que tenía adentro era malo. Sus movimientos de vientre, que podrían ser expulsados, representaban su profunda e intangible fantasía inconsciente o su realidad interna, la cual era mucho menos fácil de eliminar. Más adelante, en el curso de su análisis, hizo el correspondiente intento de eliminar lo psíquicamente malo, los efectos del odio en la fantasía inconsciente, y luego el odio mismo, de modo tal que sólo le quedara la capacidad de amar. A la larga llegó a tenerle menos miedo a su odio y pudo usarlo como fuente de energía para el trabajo y el juego. Si se le hubiera podido ofrecer el análisis en el momento de los temores de su niñez temprana, se le habrían ahorrado treinta años de preocupaciones obsesivas.

Vemos, pues, que si bien puede confiarse en los médicos hasta cierto punto para que brinden a sus pacientes una ayuda temporaria (doy por sentado que los ayudan en cuanto a su enfermedad física), no son mejores que cualquiera otra clase de individuos en lo tocante a brindar comprensión de las fuerzas inconscientes operantes que determinan la conducta. Para los médicos es tan difícil como para cualquiera creer en la fantasía inconsciente y aceptar cosas tales como un sentimiento inconsciente de culpa, que cumple un papel tan destacado en la vida de la mayoría de los niños, así como de sus padres y maestros. Ni siquiera tengo la esperanza de que llegue el día en que los médicos puedan servir a la humanidad de esta nueva manera. Por supuesto, habrá un número cada vez mayor de médicos y maestros (y padres, debo añadir) que, gracias a haber tenido una experiencia directa de psicoanálisis y a su formación en una escuela psicoanalítica bastante exigente, estarán en condiciones de tratar de solucionar los problemas individuales y aun de dar consejos. Pero no es dable esperar más. Mi opinión es que la tendencia actualmente vigente no ha de dar buenos frutos. Es corriente que los médicos, los maestros y los padres “sepan un poco de psicoanálisis”. Esta tendencia no puede ser positiva, porque se aproximan a la psicología de lo inconsciente debido al temor a su propio inconsciente, o, si prefieren, por falta de confianza en su capacidad intuitiva, y si este temor lo lleva a uno a la psicología pero no al análisis del origen del temor, el resultado será una solución de compromiso entre la comprensión y la ceguera. Quizás algo se haya llegado a ver, pero con el fin de que otra cosa permanezca oculta.

El maestro en condiciones de tratar con el progenitor que ha leído acerca de lo inconsciente no es el que también ha leído algún libro sobre el tema, sino más bien el que posee una comprensión intuitiva profunda de la naturaleza humana, experiencia con las relaciones internas y externas, capacidad de ser feliz y de disfrutar de la vida sin negar su seriedad y sus dificultades. Un maestro así puede haber resuelto profundizar su comprensión y desarrollar mejor sus talentos naturales sometiéndose a un análisis; eso lo sé, lo comprendo y creo en ello. En lo que no puedo creer es que el aumento de la comprensión será el resultado de adquirir una jerga psicológica o incluso del estudio serio de la bibliografía psicoanalítica, que es mayoritariamente técnica y sólo pueden aplicarla de forma adecuada quienes están dedicados efectivamente a la práctica psicoanalítica.

Se necesita mucha comprensión natural y paciencia para entender lo que una madre realmente quiere decirnos cuando nos habla de su niño en términos de complejos e inhibiciones. Pero no debe olvidarse que por lo común la madre posee -y es la única que lo posee- un conocimiento valioso sobre la evolución del niño desde su nacimiento, lo que posibilita comprender al niño en el presente (más allá de que se lo analice o no). Como médico, en reiteradas oportunidades me topé con niños cuyas enfermedades o síntomas fueron totalmente mal diagnosticados debido a que el médico menospreció a la madre considerándola un testigo ineficiente. Es cierto que la madre añade a su volubilidad ansiosa o culpógena toda una serie de términos mal digeridos, pero esa misma madre es en definitiva la que conoce y puede darnos los detalles de la infancia y primeros años de la criatura en su secuencia apropiada, y en una forma que a la postre vuelve al diagnóstico claro como la luz del día. “El niño estaba bien hasta que lo desteté; desde entonces perdió el apetito, y tardó mucho en alimentarse solo y en masticar”: esto nos dice muchísimo. “El niño era normal hasta los tres años, cuando se convirtió en un chico malhumorado, con terrores nocturnos y ciertas fobias… Sí, fue justamente cuando yo estaba panzona con mi próximo hijo.” “El niño estuvo feliz hasta los dos años y medio, cuando el nuevo bebé tuvo una grave enfermedad y murió. Desde entonces ha sido un chico muy serio, y no disfruta de la comida como los otros chicos.” Todos estos pormenores son inestimables.

Tal vez el dilema sea enviar al niño a la escuela y a que juegue y disfrute de la vida, o tenerlo en cama durante seis meses porque podría sufrir una cardiopatía reumática. Con frecuencia, el examen físico del niño no resuelve el problema, pero una buena historia clínica, bien seleccionada a partir de lo que dice la madre, es capaz de establecer el diagnóstico y decidir el destino de la criatura.

Si esto es válido para los médicos, lo es también para los directores de escuela. Si los directores y las directoras tuvieran tiempo, imagino que les gustaría contar con una historia detallada de la infancia y la niñez temprana de cada alumno nuevo, y la consultarían cada vez que el niño cobrara prominencia como candidato para recibir un premio o promoción, como delincuente infantil o juvenil, como posible celador del curso, como caso para la enfermería, por su contumacia o sus estallidos de furia, etcétera. Un director hace más o menos esto cuando selecciona a sus muchachos: les niega el ingreso a aquellos de quienes piensa (por sus antecedentes familiares, posición social o informes de otras escuelas) que no son adecuados para su tipo particular de colegio. Cuando elimina a los delincuentes potenciales elimina a niños, algunos de los cuales fueron hijos no queridos desde el vamos o padecieron graves traumas emocionales, seducciones, etcétera, a una tierna edad.

Una historia cuidadosa de los primeros años mostraría de qué niño pueden esperarse períodos de depresión, durante los cuales todo empeño por obligarlos a alimentarse, jugar o ser felices será vano o dañino. Dicha historia nos diría qué niños serán previsiblemente tímidos y sufrirán abusos de sus compañeros, o sea cuáles tendrán que enfrentarse con una cuota mayor que la habitual de fantasías persecutorias, y por ende pueden necesitar protección frente a un maestro muy duro, el cual quizá sea perfectamente adecuado para otro tipo de  niño. Esa historia nos daría también algún indicio en cuanto a los niños a quienes debe darse la oportunidad para una descarga directa de sus impulsos de odio (juegos en que se patee, muerda, mate, etcétera) y, en cambio, cuáles otros requieren más ayuda para la reparación y la restitución -la creación o recreación, más bien  que la recreación, la compensación en la realidad externa del daño producido por los impulsos de odio en la realidad interna o en las fantasías inconscientes profundas-. Este último tipo de niño, sobre todo si tiene talento para alguna variedad de arte, suele necesitar muy poco despliegue o actividades agresivas directas, y hasta le molestan estos juegos. (¿No es ésta, acaso, la solución culturalmente más avanzada frente al problema del odio inconsciente? Pero a esos niños no se los hace así, son así cuando vienen a vernos y ya llevan consigo la capacidad de sufrir la depresión, que es la más noble enfermedad humana.)

Estas elecciones y selecciones, y muchas más, el director de escuela avezado las realiza en un abrir y cerrar de ojos cuando entrevista al futuro alumno y sus padres. A veces me pregunto qué pasaría si se tomaran notas serias de la historia temprana del niño, cuidadosamente extraídas de la madre. ¿Se tornaría ésta suspicaz? Pero no hay duda de que si el médico le pide estos datos a la madre, demostrándole así, y demostrándose a sí mismo, el importante papel que ella ha cumplido en ese drama, se gana su confianza; en tanto que el médico que deja de lado a la madre y todo su saber especial acumulado tendrá que ser un excelente cirujano o curandero para obtener su cooperación o conservar su buena disposición.

Podría seguir enumerando durante horas la forma en que un médico podría ayudar al maestro o a los padres. Por desgracia, los médicos no han recibido formación en la psicología de lo inconsciente, y por consiguiente son en su mayoría incapaces de prestar la ayuda que ahora describiré, pero en aras de la simplicidad ignoraré este punto.

Los niños que tienen a su cuidado difieren de otros niños en tal o cual aspecto. A veces, uno nota diferencias extremas y se pregunta dónde termina lo normal y dónde empieza lo anormal. Un niño es más inteligente que otro, pero un tercero está siempre en el primer puesto de la clase. En este último, lo que nos impacta es su temor de no ser el primero, su temor a fracasar o a recibir de su maestra cualquier cosa que no sea un elogio. El éxito de este niño es un síntoma; a los niños más normales a veces les va mal. Tiende a esforzarse en demasía y se necesita mucha visión para guiar al niño a través de su vida escolar. El médico debería ser capaz de analizar con el maestro los problemas vinculados al precario éxito de ese niño. Sin duda, al médico no puede hacérselo a un lado, pues hay enfermedades (el mal de San Vito, por ejemplo) a las que dichos niños parecen particularmente propensos a raíz de una tensión emocional que no pueden evitar. Es lamentable que tan pocos médicos sean capaces de apreciar el complejo problema psicológico involucrado. Es fácil decir: “Hay que dar al niño un período de ocio forzado”. Para empezar, un día tendrá que ganarse la vida, probablemente con su cerebro, y pasarse sin estudiar un período lectivo en un momento crítico puede ser una seria desventaja en su futura competencia con otros niños no menos ansiosos (posiblemente todos ellos quieran ser maestros, a fin de enseñarles a otros a trabajar tan duro como lo tuvieron que hacer ellos). Luego están los efectos que puede tener en un niño así un ocio o un fracaso obligados. Como no se trata la angustia que subyace a su necesidad de elogio y de éxito, durante su período de ocio ese niño puede sufrir intensamente, tener graves manifestaciones de angustia o desarrollar alguna nueva técnica para evitarla, como la construcción de ideas obsesivas, la masturbación compulsiva o la invalidez. O tal vez se deprima. Cuando deben tratar a un niño de estas características, el médico, el maestro y los padres tienen una maravillosa oportunidad para una cooperación inteligente.

Por otro lado, aunque hay chicos mejores que otros en aritmética, un tercero padece una inhibición frente a las sumas (dolencia muy común en verdad, y no menos enfermiza que un dolor de garganta). El médico debe poder ayudar al maestro a decidir a qué niños hay que tratar con indiferencia, con disciplina o con psicoanálisis por su retraso en aritmética. Lo mismo cabría decir de la dificultad para hacerse de amigos (que puede significar tanto o tan poco), de la tendencia a no saber respetar las reglas del juego, de la obsesión por los helados, de la desmesurada necesidad de tener algún dinero o de desplegar la riqueza que se posee. El médico debe ser capaz de comprender los factores que están por debajo del ansioso deseo del niño de explorar tal o cual avenida del placer sensual, o todas ellas, y por cierto no sólo debe estar capacitado para examinar el corazón y los pulmones, sino también para aconsejar respecto de la necesidad de castigar al niño o de tratarlo por las cosas que no hace. Por supuesto, rara vez se tiene la posibilidad de tratarlo, pero en una conferencia como ésta, donde se examinan los ideales, no necesito disculparme si soy poco práctico. Y por otra parte, ¿quién sabe? Como consecuencia de mi charla acaso alguno de ustedes aconseje a un joven que siga la formación psicoanalítica, con lo cual se agregaría uno más a la pequeña banda de los capaces de tratar a un niño que padece una dolencia psíquica.

Hay sin duda un movimiento en la dirección que señalo, pero la grave falta de personas adecuadamente adiestradas para tratar a los niños que requieren tratamiento muy pronto desalienta a los médicos y los maestros que alcanzan alguna vislumbre de comprensión en estas cuestiones. Y a un progenitor le ayuda poco y nada decirle que su hijo debería tratarse pero no es posible hacerlo. Desde luego, hay centenares de personas dispuestas a intentar lo que se llama “orientación infantil”, o a mandar asistentes sociales para que sigan las huellas de los padres, o a determinar los coeficientes de inteligencia, pero, lamento decirlo, en nuestra búsqueda de individuos capaces de tratar con eficacia a los niños puede prácticamente dejárselos de lado. No sólo los niños de los barrios pobres, los niños descuidados, sino también nuestros propios hijos necesitan un tratamiento de gran complejidad técnica, pero aunque podría aprenderlo cualquier individuo de inteligencia media y de carácter estable, dicho tratamiento no está disponible. Los maestros, los padres y los médicos están cooperando con el objeto de crear una demanda de esos profesionales.

En los minutos que me quedan antes del debate me explayaré un poco sobre el tema acerca del cual he atraído especialmente la atención de ustedes, el tema de la pauta de fantasías persecutorias (fundamentalmente inconscientes) que causa tantos trastornos a ciertos niños y origina, de forma indirecta, tanta incomprensión entre padres y maestros. Quisiera hacerles recordar, además, que padres, maestros y médicos tienen los mismos problemas con diversos tipos y grados de estas fantasías en sí mismos, y no hay nada más sencillo que el hecho de que la pauta de fantasía de un individuo (un niño, digamos) evoque la pauta de fantasía complementaria de otro con el cual aquél tomó contacto. Esto equivale a decir que si en la escuela hay un  chico matón o prepotente, el que sufrirá las consecuencias será el niño o niña que está esperando para ser tratado con prepotencia. Más aún, la introducción experimental en una escuela de un niño dispuesto a ser maltratado tiene como resultado seguro el surgimiento de un matón y, desde luego, de los protectores de los débiles y los admiradores y acólitos del matón. Para mantener la paz, un director de escuela tiene que ocuparse tanto de evitar que entren en ella los matones como de que entren las víctimas potenciales.

El niño típico no pierde contacto con los sentimientos que corresponden a las fantasías inconscientes, los cuales fácilmente se encauzan hacia un saber devorador, hacia los juegos de guerra y prisioneros, o a aquel en que se imita a la directora estricta y los alumnos dóciles (juego favorito de las niñas pequeñas), así como a los juegos establecidos convencionales. Pero cuando las fantasías resultan más aterradoras para quien las tiene, o han sido más profundamente reprimidas, los sentimientos correspondientes no están disponibles para su expresión indirecta en el trabajo o el juego infantiles, ni lo estarán más adelante para su expresión en las tareas del adulto. Un chico así desfavorecido puede ser particularmente atractivo para el observador casual o sentimental, a quien le encantará ver que no hay en el niño signo alguno de la agresividad o el odio ordinarios. El médico debe poder ayudar al maestro y a los padres a distinguir a un chico de esta índole de aquel otro de aspecto similar pero cuya falta de despliegue de juegos de odio es parte de su apego natural a los objetos internos, a las cosas y las personas de su realidad interna, y que probablemente tenga algún talento que le permite contactarse con la realidad externa a través de su modo especial de abordar los conflictos interiores, dado que nosotros, en su realidad externa, lo valoramos por sus escritos, sus poemas, sus obras o ejecuciones musicales, sus dibujos o pinturas, etcétera. Estos tipos de niños pueden estar teóricamente relacionados, y uno puede trocarse en el otro, pero en tanto que uno necesita urgente tratamiento, al otro puede dejárselo librado a que genere su propia salvación. Mi opinión es que ni el maestro ni el padre pueden formarse un juicio adecuado sobre estos problemas por sí solos, y en cambio con la consulta y la ayuda de una tercera persona comprensiva (llamémosle el médico) a menudo les es posible llegar a una conclusión muy clara.

A fin de aclarar este punto, citaré el caso de una niña de once años, muy suave y delicada, traída a consulta porque era algo más nerviosa que los demás niños de la familia. Tenía un dulce temperamento, pero nadie se le podía acercar realmente, y carecía de amigas íntimas.

La maestra se mostró sumamente perspicaz; me dijo: “Mire, doctor, yo también soy muy nerviosa, y de chica era terriblemente nerviosa, y comprendo a los chicos nerviosos. He tenido chicos que vinieron temerosos de todo lo que pasaba en su casa, y después de algunas semanas conmigo cobraron confianza y pudo encaminárselos perfectamente hacia la normalidad”. (El cuadro que trazó de sí misma me fue luego confirmado por otras fuentes; como maestra, tenía un éxito particular con los niños nerviosos.) “Pero -prosiguió- esta chica es diferente de todos los demás; aparenta ser afable y de buen talante, pero no reacciona. No puedo entender por qué, y realmente me molesta no poder ayudarla.”

En mi contacto preliminar con la niña no pude establecer un diagnóstico claro, pero durante su psicoanálisis (que fue realizado por un amigo mío a quien la mayoría de ustedes conocen) se encontraron profundas fantasías inconscientes que contenían perseguidores de fuerza excepcional, a punto tal que si la niña había conseguido evitar los delirios de persecución (externamente real) fue gracias a sus constantes y duros esfuerzos. Había mantenido una apariencia de normalidad, pero no pudo permitir que los sentimientos de sus fantasías profundas ingresaran en el goce del juego o la búsqueda del saber. Si alguien se mostraba particularmente amable con ella, interpretaba que le estaba tendiendo una trampa. De ahí que “no reaccionara”.

A medida que avanzó el análisis y fueron analizadas estas ideas persecutorias, se volvieron menos fuertes, menos aterradoras y reprimidas, y su energía quedó disponible para el trabajo y el juego normales. Se transformó en una escolar común, dichosa, que disfrutaba del juego y del trabajo y era normalmente traviesa; dicho sea de paso, pasó a ser la segunda madre de los niños más pequeños de la gran familia de su madre.

Vi a la maestra cuando el tratamiento se acercaba a su fin, y se había olvidado de sus sentimientos de un año atrás. Todo lo que pudo decirme es que la niña era enteramente normal y feliz, de hecho una de las más responsables de su clase; no se le ocurría por qué había sido sometida al tratamiento.

Este caso ilustra el de los niños que necesitan tratamiento, a diferencia del artista o poeta escolar, quien sólo precisa permiso para seguir su camino, deprimirse, o bien deprimirse y exaltarse alternadamente, y alguna persona competente que critique sus producciones.

Los niños que se debaten con fantasías persecutorias internas pueden ser impulsados por el temor a entrar en una relación con otros niños en la que sensualizan su sufrimiento y sometimiento. Buscan y encuentran a alguien que es llevado por el temor a la sensualización de la crueldad o el dominio. Se meten fácilmente en problemas y a veces hay que expulsarlos de la escuela, pero en realidad están enfermos. O tal vez se manejen bastante bien hasta quedar involucrados (quizá por accidente) en algún complot o aventura. Los demás participantes en la travesura son castigados y luego el mundo vuelve para ellos a la normalidad; pero en el caso de los niños que estamos examinando, queda destapado un depósito de sentimientos de culpa. Pueden enfermar de diarrea o tener ataques de hígado, o el temor los llevará a atacar a una persona de autoridad o dañar los edificios escolares. Estas manifestaciones de temor necesitan ser encaradas con suma habilidad.

Pero la tarea del maestro al ocuparse de estos trastornos manifiestos es leve en comparación con la que tiene al ocuparse de los ocultos. Los niños asediados por fantasías inconscientes persecutorias anormalmente intensas suelen ingeniárselas para pasarla bastante bien en la escuela, pero llevan a su hogar historias según las cuales fueron maltratados o descuidados allí. Aquí interviene el médico. A menudo los médicos son consultados por padres que quieren contar con su apoyo para hacer frente a maestros crueles, en especial en las grandes ciudades, donde los padres se sienten permanentemente vigilados por la ley bajo la forma del “inspector escolar” (1). Si el niño les relata a los padres con lujo de detalles de qué manera es maltratado en la escuela, ¿qué pueden ellos creer?

He investigado personalmente muchos de estos casos y llegué a la siguiente conclusión: gran número de estas acusaciones de los niños son ciertas. El hecho es que los niños que describo suscitan los peores aspectos de sus maestros; tienen una gran necesidad interna de encontrar y probar en la realidad externa una relación de “crueldad y sufrimiento” donde puedan depositar sus fantasías, que amenazan con convertirse en ideas delirantes. Si uno indaga un poco, probablemente comprobará que el maestro no tiene problemas con los demás niños, ni es en general una persona cruel; o si lo es, rara vez el niño que se queja de ello es normal en este aspecto particular de mi presente tesis.

La comprensión de la psicología inherente a las quejas por maltratos de los maestros y el reconocimiento de la intensidad de las fuerzas que operan bajo la superficie suelen posibilitar que uno genere cambios temporarios o incluso permanentes. En algunas circunstancias basta con hacer alguna broma respecto del maestro, o sea dar al niño y a sus padres permiso para reírse del monstruo detestable, ya que la risa es una forma legítima de odio.

Si las dificultades son más serias tal vez se precise un cambio de clase, lo que equivale a una capitulación parcial frente al niño. En los casos extremos, reaparecerán las persecuciones o habrá ideas delirantes fácilmente comprobables. Los maestros y los médicos no tienen que perder el tiempo buscando un procedimiento correcto para estos niños gravemente enfermos, que por supuesto necesitan tratamiento.

Más allá de estas quejas graves, se hallará toda clase de quejas sobre las normas y las reglamentaciones, sobre la inhumana rigidez de las reglas y las convenciones, y sobre los castigos. A veces los que más se quejan son los niños que más necesitan el alivio que brindan estas reglas y castigos a los sentimientos de culpa.

Nuevamente, un médico comprensivo puede hacerle entender al progenitor lo que sucede, y así salvar al maestro de vituperaciones perturbadoras.

Confío en que me perdonarán haber vagabundeado por el país que me pidieron que les describiera, en lugar de viajar sistemáticamente por él. Por cierto que no intenté trazar ningún mapa. Podrán señalarme muchos monumentos históricos que no hemos visitado y cantinas de cuya buena cerveza no hice la alabanza; sólo espero que hayan encontrado en mi descripción algo que les despertase recuerdos del vasto conocimiento que ustedes ya poseen sobre el territorio que abarcan las palabras “El maestro, los padres y el médico”.

Notas: (1) Representante de la autoridad educativa cuya función consistía en asegurar que los niños en edad escolar asistieran a la escuela.

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