Por Daniel Moyano
Este gran narrador riojano, exiliado en España por el Terrorismo de Estado, es uno de esos autores exquisitos y precisos. Escritor de cuentos y novelas, fue muy elogiado por Cortázar, García Márquez, Sábado, etc.. Lamentablemente, no tuvo el éxito cultural con que contaron varios escritores de la década del 60’. Uno de sus grandes aciertos es manejar los tiempos de las narraciones, desconcertar al lector cuando parecía que nos sobreponíamos de un primer desconcierto en la trama que sólo servía para que comenzáramos a sentirnos confortables y luego hacernos tropezar inesperadamente.
“La puerta” es un cuento que, como muchos otros, tienen ecos de su infancia y esos primeros amores que ya desde la niñez nos enseñan el arte del desencuentro. Algunos signos del relato: miedo a lo desconocido; el fantasma de la pobreza y la soledad sobrevolando todas las escenas; el encuentro con un secreto de la mujer que marcará al joven protagonista para toda la vida.
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La puerta
Daniel Moyano
Cuando llegó a la casa de sus tíos lo único que tenía, además de la ropa que tenía puesta y algunos libros viejos, era un cofre de madera tallado a mano, de escaso valor real (diez o veinte pesos, según le habían dicho), pero de un incalculable valor ritual para él porque ese cofre era lo único que conservaba de una edad más dichosa.
Sus tíos eran muy pobres y tenían muchos hijos y lo había adoptado a él como si verdadera-mente hubieran sido capaces de mantenerlo. La casa le pareció inmediatamente un lugar de castigo. Sus primos, unos niños rubios y blanquísimos, pero sucios y harapientos, lo miraron como un objeto extraño. Su tío no era argentino pero hablaba bastante bien el idioma del país, salvo cuando blasfemaba. Él entonces sólo tenía trece años y ahora contaba diecisiete, cuando ya podía darse cuenta de que no estaba en el infierno. Los chicos que, cuando llegó, lo miraban como un objeto extraño, eran ahora muchachos de trece y catorce años; pero el infierno no se había movido ni los niños habían crecido porque el clima primordial subsistía en el vientre de su tía, que dando a luz todos los años se marchitaba como una esponja.
Nada había variado, pues, ni las blasfemias de su tío dichas en un dialecto traído del otro lado del mar, pero que él entendía perfectamente y a través de las cuales captaba la intensidad de la ira que las producía. Su tío poseía una para cada grado de ira, y quizá tuviese otras en reserva, que jamás había dicho, para ciertos instantes de horror y paroxismo. Ahora que tenía diecisiete y sabía que estaba en el infierno, pensaba que el dios que insultaba su tío no era quizás aquel dios de quien él poseía un vago recuerdo, sino, como el dialecto en que era vulnerado, un dios traído del otro lado del mar o quizás nacido allí mismo y acostumbrado al dolor y a la miseria. El infierno descubierto en la infancia había crecido con él, se había multiplicado en el vientre de su tía.
En el barrio de la pequeña ciudad a él lo conocían todos por Capozzo, el apellido de su tío, aunque él se llamase Peralta, salvo teresa, la muchacha de la casa vecina, a quien miraba pasar como algo inalcanzable, blanca y altísima bajo el pelo negro. Había hablado muy pocas veces con ella. ¿Cómo atreverse a hablar con el ángel siendo un condenado? Muchas veces se había detenido para mirar la puerta alta y dorada, tan inaccesible como la propia teresa, y el hermoso bacón con flores, y justificaba que ella pasara las más de las veces sin mirarlo y que sólo de vez en cuando lo llamara para preguntarle algo sin importancia. Pero lo llamaba por su verdadero nombre y él sentía entonces que ella lo rescataba, que lo sacaba del infierno, aunque por eso mismo se volviese más inalcanzable. Él respondía solamente con las palabras justas que requería la pregunta, y jamás se hubiera animado a pronunciar otras que no significasen masa más que una respuesta estricta. Y vislumbraba, desde cualquier parte del infierno que el amor y los afectos eran cosas muy puras, pero pertenecían a los seres humanos, eran como un agua violada que se escondía en los ojos y en lo alto de su cabello. Los hombres representaban mediocremente todo lo realmente puro del mundo, lo adaptaban a sus almas entristecidas y sólo daban aspectos mutilados de algo que sin duda era muy hermoso.
Las piezas que constituían la casa de los Capozzo daban todas a la calle, unidas por una galería, de modo que un espectador podía desde la calle ver entrar y salir a los demonios, de una habitación a la otra, a pesar de la enredadera que cubría la verja de alambre tejido durante el verano. Dos cuartos, hacia la derecha, servían de dormitorios a sus tíos y a los niños de sexo femenino; en el otro dormían el resto de la familia, grandes y chicos en dos camas enormes unidas como si fueran una sola. Él dormía en un cuarto más pequeño, donde guardaban también el carbón y la leña. Sobre la cabecera de su cama, en una repisa, estaba el cofre. Dentro del mismo guardaba algunas cartas, una ramita seca que le había dado Teresa y un certificado de estudios donde constaba que había aprobado el sexto grado de la escuela primaria, cosa que antes le había parecido un triunfo suyo digno de ser admirado pero que los años había menoscabado. Lo había guardado para mostrárselo a Teresa algún día, para que supiera que él era o tenía algo, pero ahora se burlaba de esa deseo diciéndose que ningún certificado le permitiría evadirse del infierno. En realidad lo guardaba porque creía que el papel, en cierto modo, pertenecía a Teresa; y en rigor tenía el mismo valor que la ramita seca, caída de las manos de Teresa en un noche recordable, y que él recogió del suelo como si se tratase de un hallazgo valioso.
Durante los ocios que seguían a sus changas ocasionales, dibujaba. Lo hacía siempre. Cuando ganó el premio de dibujo en el concurso organizado por una entidad de turismo y fue a recibirlo, ante tanta gente , tuvo miedo. Vio que todos aplaudían, pero no a él, a Peralta, que también podía ser otra cosa que un maldito. Dijeron su nombre verdadero, pero ¿quién lo había oído? Quizás los que lo oyeron pensaron que se trataba de un error. Teresa no estuvo allí y nunca se entró probablemente, y decírselo ahora era como mostrarle el certificado que estaba en el cofre. Ya nadie se acordaba del concurso.
Recordó que un día le había dado a un dibujo al hermano de Teresa, para que ella lo viese. Nunca pudo saber si ella lo vio. El hermano le pidió más dibujos durante mucho tiempo. Él trazaba paisajes y retratos procurando que de alguna manera se relacionasen con ella. Trataba de contarle todo lo que padecía y su esperanza de salvarse. Si Teresa los había visto, sin duda sabía muchas cosas de él y así por lo menos podía compadecerlo.
En sus dibujos procuraba mostrar algunas cosas pero ocultaba otras. Las riñas entre sus tíos, por ejemplo, sobre todo a la hora de comer. Comían y reñían en la galería, sentados los que podían en la única mesa, que había que apoyar contra la pared porque estaba muy desvencijada. Los que no cabían comían sentados en el suelo, apoyados también contra la pared, cerca de la mesa. Él prefería esta última posición para ocultarse a los ojos de los que pasaban por la calle.
Pero en realidad no hubiera necesitado ocultarse, porque Teresa, cuando pasaba, jamás miraba hacia la casa y parecía ignorarla totalmente. Era ya una mujer adulta, aunque tuviese su misma edad, y parecía cada día más inalcanzable. Por otra parte él había abandonado toda idea de salvación, cuya prefiguración era Teresa, sentía piedad por la miseria que lo rodeaba y de la que él formaba parte y pensaba que el infierno, en último término, era un lugar que los condenados amaban y ocultaban pacientemente. Pensaba que nunca podría abandonar esa casa porque lo mantenía allí una vocación de silencio y abandono, una fuerza tenaz que él mismo alimentaba.
Cuando se suicidó la tía (una solución de cianuro que acabó con ella y con el vástago que como siempre llevaba en el vientre), el infierno pareció florecer, resplandecer en sus frutos para que todos, incluidos los indiferentes, pudiesen verlo. Ahora un espectador podía ver desde la calle una gran actividad en la casa, entrar y salir a los demonios de una pieza a la otra. Velaban a la tía en la habitación de la derecha. A él le parecía falso el hecho de que algunos que no fuesen ellos mismos estuvieran en la casa. Y advirtió que la gente no había ido por piedad o por cortesía o por seguir las costumbres sino para acabar un asombro. Se miraban entre ellos como entendiéndose secretamente, y luego callaban y alzaban los ojos hacia las gesticulaciones y blasfemias del tío, que se paseaba aparatosamente por toda la casa.
Cuando apareció Teresa él estaba en cuclillas cerca de la pared. La vio y tuvo la sensación de que ella avanzaba y él retrocedía tratando de ocultar la miseria en la que vivía. Ella lo arrinconaba contra los muros grasientos, y sus ojos, extendiéndose, veían los aspectos más repugnantes de su vida. Y aunque él hubiese querido tapar la casa entera con su cuerpo con su cuerpo, incluso el ataúd y la gente que había venido, habría sido imposible porque los ojos de Teresa estaba hechos para verlo todo y cubrían con sus globos ariscos hasta los últimos confines de la casa.
“Lo siento mucho”, dijo ella, entrando en la habitación en donde velaban a su tía, y él sintió que Teresa estaba viniendo para acabar con una lucha donde él había sido vencido.
No respondió. Hubiera querido decir que la muerte de su tía no significaban nada para él, que como todo lo demás en aquel ámbito carecía de sentido; pero sintió que no era sólo la miseria lo que tenía que ocultar, no sólo el biombo sucio que lo separaba del carbón y de la leña, sino todo lo que Teresa ya no vería jamás, lo que había pasado ya y el hábito del infierno. Y quién sabe hasta qué punto la suya era una visita formal, por tratarse de una muerte (de lo contrario nunca hubiese ido a su casa), quién sabe hasta qué punto había venido para eso o para saber cómo vivía él, el hombre que se había atrevido a amarla, no porque se tratara de ella, que era una simple circunstancia, sino a amar a alguien. Imposible, pues, ocultar nada, aunque dispusiera de un enorme biombo que cubriera toda la casa.
Pensó en el cofre labrado, no entrevisto por Teresa, fue hasta su cuarto y se echo en el catre. ¡Cuánto daría para que ella no hubiese entrado, para que no hubiese visto! Uno de los niños llegó entonces y le dijo que Teresa lo llamaba. En realidad eso creyó él, porque lo único que dijo el niño fue Teresa está aquí y se fue inmediatamente. Él antes de ver sintió la presencia de ella asomando la cabeza y parte del cuerpo por encima del biombo. Levantarse, mirar el cofre y caminar luego con ella por la galería era finalmente un solo acto inconsciente que nunca podría reconstruir. Dijo palabras tontas, ridículas, que sólo tenían sentido para él o para la Teresa que imaginaba, algo así como se equivocó de cuarto, el muerto está aquí, sintiendo que se arrepentía de decirlas mientras estaba diciéndolo.
Cundo Teresa se fue, él sintió que no la había perdido a ella sino al ángel que había descendido desde su cabello. Él en cambio era lo absurdo, o en todo caso un demonio que cualquiera podía ver desde la calle, abriendo puertas, saliendo de un cuarto para entrar a otro sin poder ocultarse nunca totalmente.
Pero después de todo la frase que le había dicho a ella no era tan ridícula, porque cuando se fueron todos los visitantes, que eran también como unos demonios acusadores, sintió que él también había muerto. La única diferencia entre la muerte de su tía y la suya era que él podía todavía palpar los muros envejecidos y oír bajo sus pies el crujido de los pisos de madera gastada. Teresa sabía todo de antemano y había ido para demostrárselo y advertirle que era infantil pensar en ella. Su vida había terminado allí, y un demonio como él no podía ir a ninguna parte, porque le costaba mucho demostrar que no lo era. Podía irse, sin duda, pero antes tenía que pensar en el modo de hacerlo para la suya no fuese una simple partida sino una fuga. Los demonios lo dejarían ir tranquilamente, hasta festejarían su ocurrencia, pero él quería fugarse, ser un elemento extraño a ellos que por fin se evade y consigue la libertad.
En ese dilema estaba cuando un día oyó los gemidos. No les prestó atención, pero cuando advirtió que eran gritos de Teresa que venían desde su casa corrió velozmente y se detuvo ante la puerta, alta y dorada, hecha para que sólo teresa entrase por ella. Los gritos habían cesado. Era mejor volverse. Además, creía que no debía cruzar esa puerta, ese paraíso que perdería para siempre. Los grito volvieron ahora, más fuertes que antes. Tomó el picaporte: la puerta estaba con llave. Entonces arrojó varias veces su cuerpo contra ella, oyendo que los gritos crecían adentro. En ese instante hubiera querido estar encerrado en un lugar oscuro y desde allí oír los gritos de Teresa, pero no derribar aquella puerta, penetrar hacia un fondo del misterioso y ausente. Los tres niños lo habían seguido hasta allí y lo miraban. Les ordenó que se fueran, pero ellos fingieron no oírlo. Al fin la puerta cedió y una hoja cayó entre un estrépito de vidrios rotos. Miro y quedó inmóvil. Vio cuartos inmundos, enormes patios vacíos, separados por pequeñas balaustradas, llenos de basura. Corrió hacia adentro, hacia los gritos, alzó los ojos y vio un cielo distinto, pesante. Al llegar al último patio vio a Teresa con un impecable vestido blanco apenas manchado, peleando con su padre, borracho y su madre, una especie de bruja que nunca había visto, sentada en un sillón de paralíticos. Teresa, armada con un palo, hirió a su padre en la frente y éste cayó. Sin poder deshacerse todavía de sus primos, que lo seguían, acudió. Teresa lo miró entonces y con una voz extraña, prostituida, le dijo que ayudase, que no se quedara parado como un imbécil. Él fue hasta el grifo, bajo la mirada oblícuala de la vieja, mojó su pañuelo y se inclinó a lavar al herido.
Mientras lavaba la frente sangrienta que él advirtió súbitamente normal, pareciéndole falsa en cambio la que estaba acostumbrado a oírle. Ella lo miraba sin ningún temor y él bajaba los ojos sin atreverse a enfrentar su mirada, como si fuese él quien había mentido y fingido. Recordó que muchas veces, cuando era chico, el hermano de Teresa lo había invitado a entrar. Él era, pues, el único culpable. Ella jamás le había ocultado nada. Teresa seguía hablando familiarmente, como si ya fuesen marido y mujer. Miró a un costado y vio que varios de sus primos se familiarizaban con la casa e invadían todos los rincones. Les ordenó volverse. “¿Por qué? Ellos vienen siempre”, dijo Teresa. De la frente del herido ya no manaba sangre, pero el hombre seguía inconsciente, quizás por el alcohol que había ingerido. Entonces él alzó los ojos y miró a Teresa y, farfullando algo, empezó a sonreír.
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