Por Virginia Cano
El texto que publicamos fue leído en la presentación de la novela Injuria de Apegé(Álvaro Pérez García).
Injuria (Criatura Editora) da testimonio del amor y sus vicisitudes. Despliega una voz, un testimonio, que propone un lugar diferente al estereotipo que el discurso social propuso para invisibilizar y capturar las “sexualidades disidentes”. Tomando las palabras de Cano podemos decir que esta novela abre “la posibilidad de articular un encuentro que re-escriba nuestros cuerpos y nuestros textos.”
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Buenos Aires, 23 de junio de 2012.
Injuria o la escatología erótica de los cuerpos
Virginia Cano
(Doctora en filosofía, docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA)
Un deseo se transforma en rabia. La mano que acaricia deviene puño violento. Un encuentro casual se trastoca en vejación. Los cuidados de una madre se pervierten en reprobación y prohibición. Las caricias gentiles de una amiga mutan en indiferencia. Una niña travesti juega encantada para horror de sus mayores. Un niño príncipe es destituido por un buen heredero. Y la miríada de imágenes se agolpa en el “escatológico” entramado autobiográfico de nuestro protagonista.
Injuria nos propone un recorrido sinuoso por las desventuras, encuentros fugaces, recuerdos y reflexiones de aquel que, una vez niño príncipe e invisible, ha llegado a ser un periodista agobiado por una rutina agobiante y una sexualidad disidente. De algún modo, si una se dejase llevar por las primeras apariencias, el escrito podría ser leído como una especie de elaboración del trauma y el dolor autobiográfico del narrador. La re-escritura salvífica de un yo que compone algunos retazos de su vida para construir un “punto de partida para la reconciliación” interior. Así, aquel que se supo excremento desde niño -para entonces no cogía por el contaminante orto pero ya se sabía –por enseñanza materna- “caca”-, se proyecta al esperanzado futuro redentor: “No quiero detenerme en el pasado, lo que más deseo es el presente y el futuro, un yo construido, meditado. Y me siento valiente.”.
Desde este primer registro escatológico, la sucesión de anécdotas, memorias y pensamientos de un pasado uruguayo plagado de dolores y encuentros desafortunados, anundan la escritura de un duelo que se sabe siempre imposible, pero que se proyecta a un futuro en el que el yo –construido- ha hecho las paces con su pasado: “Es la historia de cada uno de mis pasos, [dice el protagonista] aceptarla es el punto de partida de mi reconciliación.”
Injuria, efectivamente, se compone de las memorias tormentosas, y también encantadas, de un periodista treintón que, entre golpes, recuerdos de infancia y garches furtivos, intenta (re)escribir su pasado para abrirlo a un presente y un futuro mejor. Es la historia del niño, el muchacho y el adulto que, con una moral y unas prácticas anómalas, ha sido “negado, echado a un costado, amordazado”, y que ahora se propone narrar, valientemente, su verdad.
“No puedo desprenderme de mi carne”, nos confiesa el narrador. De esa carne marcada por la injuria, la violencia, la invisibilización, la degradación, la vejación, el robo y el deseo culposo de enredarse con un desconocido. Este cuerpo encarna un drama personal que, entre reflexiones, reinscripciones y ensoñaciones, se intenta suturar. Esta es su primera escatología: la que transforma al nene-caca-travesti en la voz valiente de un sobreviviente que se reinventa a sí mismo, a su yo, con el cuerpo, y con el texto.
Aún así, sería injurioso reducir la escatología propuesta en el texto a la mera reinvención egológica y escritural de su narrador. En el cuerpo encorvado del escrito se escuchan más de una voz. Emerge otro tono, y también otra audición, otro cuerpo, otra carne, otro dolor. Como les decía, Injuria puede parecernos la historia de un homosexual sufriente que, entre palabras, denuncias, y verdades construidas a costa de dolor y esperanza, intenta suturar algo de las heridas que lo atraviesan. Pero hay otra escena, dice este maricón angustiado y esperanzado a la vez. Hay otra escatología para redimir la mierda de un yo desventurado.
Les leo un pasaje: “Pero hay otra escena: alguien está tirado boca arriba en una cama y de pronto otro alguien se acuesta sobre él. Se besan, se acarician. El recién llegado se levanta y se apoya contra una pared. El primero va hacia el otro y con los ojos cerrados lo vuelve a besar, baja hasta su sexo, vuelve a su boca y abre los ojos. De pronto descubre que el otro, sin dejar de serlo, también es él. Y no se asusta, no se acusa y se besa nuevamente.”
Hay otro cuerpo, también curvo y contaminado. Hay otros cuerpos. Un cuerpo impropio que desafía el relato lúgubre de una sexualidad culposa y signada por la violencia. Hay una espera de otros modos de encuentros. De otras modalidades de amar, de coger, y de marcar o inscribir(se en) el otro. Más allá de la “espalda curva y la marca de la paliza secreta en la carne del adulto, o mejor dicho, en esa misma herida abierta por y a los otros, se despunta una nueva voz y una nueva corporalidad. Una búsqueda, una apuesta, me animaría a decir.
“Busco el placer y cierto tipo de salvación que los cuerpos enredados permiten.” “Yo me ofrezco a ser el amante universal de los efebos perdidos, a mostrarles que los besos, el deseo y cierta desintegración del cuerpo justo con el cuerpo como elemento no tienen que ver con la culpa. Yo quisiera redimirlos de antemano, enseñarles las coartadas, hacerlos fuertes, alimentarles el ego, evitarles el rebuscamiento, las oscuridades y las explicaciones.”
En esta otra cama, en este otro cuerpo, y en esta otra voz la rabia se re-convierte en deseo. El puño en mano que da placer. La vejación en celebración de lxs amantes. La indiferencia en preocupación. . . Y es que el cuerpo, y las marcas que inscribimos los unos en los otros, las unas en las otras, los otros en una, son la ocasión de una contaminación salvífica, y no necesariamente egológica. Es en “cierta desintegración del cuerpo propio”, con el cuerpo como elemento, con el cuerpo del otro, de la otra, de los otros, donde emerge un nuevo horizonte escatológico. El yo se salva porque deviene otro. Deviene tu. E incluso nosotros. Un cuerpo.nosotrxs. Un texto se salva porque deviene otro.
Es en la celebración de los cuerpos y de su capacidad contaminante donde, creo, se abre la segunda escucha de redención escatológica. Aquí el nene-cana deviene amante universal. En la recuperación celebratoria de la contaminación de los cuerpos y los placeres, del riesgo fértil de encontrarse y exponerse a los otros. En sus goces y audiciones. En esas conexiones diseminadas entre la niña travesti, la asesinada y “el amor de hombres”, diría V. Lynch. Entre el niño que fue y no fue, y los besos que licúan las distancias insalvables de los cuerpos.
Quizás la redención del yo no esté sino en el riesgo que comparta el encuentro con los otros, con los otros cuerpos, y las otras voces. En ese contacto contaminante que nos redime de un yo y se abre a un nosotros. En la posibilidad de articular un encuentro que se re-escriba nuestros cuerpos y nuestros textos. Como el de un niño/a travesti que querrá, ya de grande, contar la historia que a nadie parece importarle de aquella otra travesti golpeada y asesinada. O en la palabra im.propia, construida de dos, de a tres, de a más. En el movimiento conjunto de los cuerpos. En esos múltiples y riesgosos momentos donde el encuentro con los otros nos hacen temblar las piernas, y las teclas. “No se puede vivir con miedo, […] Hay que aceptar el riesgo” y decir la palabra propia. Y también la impropio. La construida con el otro, en ese encuentro. Dándole lugar. Dejándolo llegar. Dejándo-nos con-mover.
“Hay que tender la mano suponiendo que el otro es parte del juego. La apuesta perfecta: negarse a que esto sea una acumulación de repeticiones impropias. Entonces la acción empecinada: habrá asombro, será buscado como se fuma el último cigarrillo en una noche desvelada. Si la naturaleza no conmueve, las palabras inventarán el temblor” (71).
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