Por El Rio sin orillas
Acercamos la editorial del primer número de la Revista de filosofía, cultura y política: El río sin orillas. Esta revista –editada anualmente y que ya cuenta con 5 números– es un híbrido literario que retoma el gesto de Juan José Saer al hacer del ensayo una obra donde los géneros no pueden diferenciarse.
En esta primera editorial ya está presente el horizonte en el que apuestan: una exigencia por pensar nuestra realidad política, literaria y filosófica argentina lejos del pesimismo serio y de la esperanza optimista. Seguramente es necesario soportar este intervalo para poder pensar la historia y buscar una experiencia política sin perderse en un resentimiento crítico o en el fácil acatamiento de los sentidos vigentes.
Esperamos que puedan conmoverse a partir de estas huellas y proyectos y lean los trazos que sostienen la revista, en su formato digital e impreso.
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EDITORIAL
I. El discreto encanto de la caducidad
…así [en América] no se ha logrado formar comunidades, sino sólo conglomerados, bancos coralíferos de hombres. En estos conglomerados de criaturas sin nada espiritual en común, la inseguridad profunda, la conciencia anormalmente aguda de la precariedad, son corrosivos que suscitan todo un sistema ético negativo –visible o pronto a aflorar en cualquier momento– cuyos atributos son la avidez desmesurada, la ostentación, las diferencias sociales vertiginosas, el falso refinamiento, la barbarie, el abuso, la ironía, la pasividad, la desconfianza, etc.
Héctor Murena, El pecado original de América
Existió un tiempo en el que esta cita fue deliberadamente oscura. Su interpretación exigía un tratamiento agresivo, poco concesivo con las evidencias. En tiempos de Murena el enigma a develar para quienes quisieran llevar adelante batallas políticas y culturales contra las injusticias en el seno de nuestra comunidad podía asumir el rostro conciliador del Estado Benefactor, o entreverse, bien en la lógica del antagonismo clasista, bien en la estratégica toma de distancia respecto de la claustrofobia artificial que proponía la fortaleza estatal. Si en un caso se trataba de proponer pactos de larga duración entre el capital y el trabajo, en los otros, el enfrentamiento más o menos abierto con las estructuras de poder o la fuga de las tan cercanas instituciones escolares, familiares, sanitarias, militares, eran imperativos vitales que tenían por objetivo poner en entredicho el orden socio-político a través de unas violencias ya destructivas, ya sustractivas y elusivas. En más de una ocasión estas últimas actitudes podían confluir, y entonces, sólo entonces, la revolución parecía estar a la vuelta de la esquina, al alcance la mano. Había que persistir, sólo persistir, porque las cosas estaban claras, y Murena, desde luego, equivocado: había una comunidad estructurada por un Estado que era garante de unas ciertas y determinadas relaciones de clase.
La cita de Murena entonces no podía más que resultar oscura, reaccionaria si se quiere. Disolvía en una metafísica sospechosa –y es preciso decirlo: toda metafísica hecha en nuestras pampas no puede más que estar sospechada de ser una traducción mal habida de ideas alemanas o francesas– el urgente llamado de la historia. Proponía una lectura en clave de caída para explicar lo que podía entenderse más claramente desde intereses situados, materiales, de clase.
Postulaba un pecado original en el mismo lugar en el que era preciso hablar de explotación o injustica social. La cita es del año 1965, del prólogo a la segunda edición de El pecado original de América. Se entiende pues que la “verdad” de Murena resultase en aquellos años inaudible, que aquella severa advertencia que el pensador argentino lanzaba indirectamente a los convencidos bienestaristas y a los estrategas del antagonismo y la fuga, no fuera escuchada.
La oscuridad de la cita remitía pues a un señalamiento que no lo era menos: detrás de las apariencias sólidas, decía Murena, no hay más que un proceso de continua descomposición, de fragmentación de las relaciones y de la vida misma. Dicho más claramente: en nuestras tierras no hay más comunidades que las del conglomerado.
Evidentemente esa solidez asfixiante que proponían las instituciones disciplinarias se vivía como tal, parecía existir en los efectos prácticos que no cesaban de producir en cuerpos y poblaciones. Sin embargo, esa solidez que se conjeturaba la mayor de las enemigas iba a revelarse pronto menos importante de lo que se reclamaba: había un enemigo más sutil acechando en los pliegues de la historia.
Cuando las máscaras sólidas cayeron, cuando las ilusiones del bienestar perenne y las apariencias disciplinarias se derrumbaron y desde sus restos pudo emerger victorioso el poder nihilizador de la producción sistemática de fragmentos, la cita de Murena comenzó a ser clara. Tan clara que la misma cita, ayer oscura, parece tener hoy de su lado la fuerza de la más certera de las descripciones.
El sentido de esta cita nos ha perseguido durante meses. La primera impresión que nos produjo fue de entusiasta fascinación: Murena hablaba una lengua que comprendíamos, hablaba de conglomerados y precariedades, de inseguridades profundas y falsos refinamientos. Murena, nos decíamos, parece describir el presente mejor que cualquier otro texto de la tradición ensayística y filosófica de nuestro país, excepción hecha, claro está, de su maestro, Ezequiel Martínez Estrada.
Con el correr de los meses la fascinación devino malestar. Esa descripción de los atributos del carácter americano y, por añadidura, argentino, ese señalamiento de los “corrosivos que suscitan todo un sistema ético negativo […] pronto a aflorar en cualquier momento” se parecía bastante al sentido común que también está pronto a aflorar en cualquier momento para recordarnos, con la indignación de un progresismo temperado o un conservadurismo crispado –lo mismo da– que los males de la Argentina reconocen profundos e insalvables arcanos. Aquello que en los años sesenta y setenta resultaba inaudible y oscuro, aquella cita que tenía la virtud de señalar que los problemas de la vida en común no hay que buscarlos sólo en la omnipresencia estatal o en los antagonismos de clase, ahora se nos revelaba superficial, insustancial. Lo que en otro tiempo sólo Murena y unos pocos podían afirmar, quizás a contrapelo de la historia, pareciera que hoy cualquiera podría sostenerlo: el abuso, la ironía, la pasividad y la desconfianza, que se indican en la cita, o la certeza de vivir como “bancos coralíferos de hombres […] sin nada espiritual en común” son nuestras monedas más corrientes.
Intuimos entonces que la verdad de Murena había ganado la superficie hasta convertirse en sentido común, hasta devenir pueblo.
Pero no era ya, como al comienzo, la cita que expresaba a un pueblo oscuro, intratable: se trataba, más bien, de un ejemplar domesticado, de un pueblo tratable. Empezamos entonces a temerle por las mismas razones que antes nos fascinaba. Su claridad, su justeza, su nominación tan adecuada nos hacía sospechar de ese “fragmento” que el destino nos había impuesto de un modo tan extraño y persistente. Empezamos a sospechar, en fin, que la cita de Murena estaba caduca, que ya no decía nada verdaderamente significativo respecto de nuestra vida en común, que su descripción no develaba nada que no supiéramos en virtud de nuestras prácticas cotidianas, nada que no supiera cualquiera en virtud de sus propias prácticas.
Pero, he aquí la paradojal fuerza del destino, en ese mismo momento empezamos a sospechar que esa cita estaba allí para decirnos una cosa bien distinta de la que imaginábamos al comienzo.
Sentimos, en el mismo momento que descubrimos su caducidad, que a través de esta cita providencial nos estaba siendo donada una verdad. Una verdad opaca que –sin embargo– nos animamos a formular de la siguiente manera: para encontrar valor en el pasado, para dialogar de un modo activo con el texto argentino, es preciso seguir la huella no sólo de los escritos que en apariencia portan vitalidad sino también de esas citas que podemos reconocer hoy efectivamente caducas para pensar la vida comunitaria. Si encontramos caduca la cita de Murena es porque las condiciones que la hicieron inaudible, esto es, la edad dorada del Estado Nación y el momento más intenso del antagonismo clasista, carecen ya de aquella eficacia material y simbólica que le negaba toda visibilidad y verdad. Pero si la cita todavía tiene valor para nosotros es porque al persistir en su huella hemos descubierto que nos puede enseñar algo, que puede funcionar como indicio de algo que es preciso pensar.
Ahora bien, ¿qué es aquello que en su caducidad esta afirmación de Murena nos fuerza a pensar?, ¿qué es aquello que en tiempos de Murena no podía más que permanecer impensado? Lanzamos nuestra hipótesis. Para Murena y con él, para las generaciones que vivieron al abrigo de otros amparos políticos, metafísicos y culturales, lo que resultaba impensable es cómo vivir y resistir ante el dominio inclemente del poder nihilizador de la fragmentación y la precariedad en tiempos de destitución del Estado como fuerza central y estructurante de la existencia de todos y cada uno. Dicho de otro modo: lo que para ellos resultaba impensable y para nosotros se revela problema capital es determinar qué significa pensar en tiempos en que el poder disciplinario, como suelo que precedía la totalidad de las relaciones sociales, se haya en franca retirada, y aún más, qué significa pensar cuando la clase social como identificación activa de las políticas de emancipación ha dejado de ser ese referente de contornos precisos que supo ser.
Eso que Murena no podía siquiera formular es para nosotros la cuestión central: nuestro presente. En el discreto encanto de su caducidad, esa cita nos ha revelado nuestro problema. Se trata, pues, de enfrentar esa caducidad, de morar activamente este ancho río sin orillas.
II. Las reglas de la pasión
Cada uno crea de las astillas que recibe la lengua a su manera con las reglas de su pasión -y de eso, ni Emanuel Kant estaba exento.
Juan José Saer, El arte de narrar
Una legibilidad que produce malestar, una verdad donada por una caducidad que nos fuerza a pensar, unas preguntas que nos obligan a desplazar la mirada, a remar en otra dirección. Hemos descubierto la legibilidad de una cita pero se nos ha extraviado algo decisivo en el curso ambivalente del río: las reglas de unas pasiones, esas que animaron a los actores modernos a producir arte, filosofía y política de una intensidad que hoy desconocemos, una intensidad cuya potencia formidable hacía ilegibles citas como las de Murena.
A pesar de su engañosa cercanía, hoy poco sabemos de aquellas experiencias. La cuestión remite, entonces, no sólo a la caducidad de una cita en función de su legibilidad sino a la ilegibilidad de unas pasiones en virtud de su cercanía. El problema es aún más hondo si pensamos el estatuto de esa proximidad, si asumimos como propia la que quizás sea la peor de todas las cercanías imaginables: la de una derrota amplia, sonora, profunda, que en la Argentina adquiere los tonos graves de una cesura casi abismal. Lo que nos llega hoy, pues, lo que nos constituye quizás más que cualquier otro evento, no es sólo la caducidad de ciertas citas en cuyas huellas decidimos persistir sino los ecos de unas pasiones derrotadas que es preciso interrogar.
En efecto, ¿cómo leer el sentido de esos ecos? ¿cómo leer las reglas que regían esas pasiones?, ¿cómo hacerlo sin ceder a la catequesis que solicita prudentes pasividades, a esas formas de enunciación que no son otra cosa que la expresión tardía y subjetiva de la derrota antes mentada?, ¿cómo hacerlo si –tal como sugiere Dotti en la entrevista que nuestros lectores encontrarán en las páginas finales de la revista– una muy determinada apología contemporánea de la diferencia “inactiva pero impugnadora” nos propone bloquear toda decisión que vaya más allá de la crítica misma, todo pensamiento activo del katechon?, o aún más, ¿desde dónde hacerlo si decimos vivir la era del ocaso de la política –ya estatal, ya clasista–, si sostenemos que el arte ha licuado su valor en la fantasmagórica efectuación de la mercancía, si, en fin, declaramos que la filosofía ya no debe lo mejor de sí al estudio riguroso y a la curiosidad por las verdades? Estas preguntas no han dejado de asaltarnos, de provocarnos inquietud y desesperación y, además, por qué no decirlo, una percepción aguda de ese desamparo que puede significar, para unos espíritus forjados en las prácticas de la lectura, no saber cómo enfrentar la lógica implacable de la producción masiva de fragmentos.
Pero una vez más, como tantas otras veces en este itinerario barroco y atormentado, en esta verdadera caja negra de escrituras perplejas colectivamente elaboradas que es El río sin orillas, encontramos en Saer aquello que Kaufman llamó –en la conversación que mantuvimos con él– un punto de reparo. Con esa sencillez retórica que revelan las meditaciones maceradas en el trabajo insistente de la palabra, Saer nos ha dicho que “cada uno crea / de las astillas que recibe / la lengua a su manera”. He aquí la cuestión que suponemos decisiva de esta otra cita cuya aparente legibilidad esconde algo esencial que es preciso atender. Cuestión, por otra parte, sobre la que insistimos de maneras directas o elusivas a lo largo del recorrido que nos propusimos: la condición de una lengua posible para nosotros, la condición de unos enunciados singulares que tramen algo más que discursos, hay que buscarla tanto en los ecos de esas pasiones derrotadas como en el discreto encanto de las citas que hoy se revelan caducas. Ninguna otra herencia que texto y pasiones para interrogar son para nosotros esas astillas recibidas.
Hoy sabemos que nos hemos aferrado al mandato saeriano cual si fuera una verdad, pero entendemos también que es preciso dar un paso más. Si queremos que el punto de reparo sea algo más que un refugio –otrora jardín, hoy retirada consumista que nos llama a contemplar azorados o gozosos, cuando no cínicos, el paisaje de la devastación–, si deseamos realmente hacer algo con esas astillas, es preciso determinar también las reglas mínimas de nuestras propias pasiones, esas de las que ni Kant estaba exento.
Esas reglas mínimas de nuestra pasión, de una pasión sin excepción, de una pasión-duración que incita a la acción, suponen, para nosotros, comprometerse con el ejercicio continuo de liberar las memorias del pasado y, al mismo tiempo, con el trazado persistente de nuevos horizontes, de otros porvenires. Esas reglas mínimas, que son las reglas de nuestra pasión, son también, las reglas de una invocación.
Una invocación que reclama a las fuerzas del presente. Ahora bien, ¿cuáles son las fuerzas capaces de sostener aquellas reglas bajo la lógica de la invocación? Se trata de lo que llamaremos, algo equívocamente, fuerzas de la responsabilidad, pero quizás no tanto de esa responsabilidad por el otro en tanto que otro, sino por lo mismo en tanto que mismo. Según nuestra experiencia de trabajo, responder supone menos declarar la primacía ética del otro para inmediatamente olvidar –o más aún borrar– en las prácticas concretas a esos otros reales y tangibles de todo horizonte, que invocar a las inagotables fuerzas de lo mismo para emprender la que creemos es la tarea esencial de nuestra actualidad: componer activamente los fragmentos mismos que somos bajo la orientación quizás oscura pero imprescriptible de la idea de justicia.
En efecto, el problema no reside simplemente en habitar lo que hay: se trata, más bien, de navegar –a fuerza de remo– hacia otro lado, de desplazarse hacia lo que no hay. Necesitamos todo un nuevo sistema ético para enfrentar con hidalguía esta tarea. Una política de las pasiones para la hora presente. Esta revista se propone pues como hilo de esa trama que tiene sus pasados y que esperamos tenga, en sus apuestas, otros porvenires.
III. Itinerarios
Las cinco secciones y las entrevistas que componen la estructura de El río sin orillas se proponen como galerías que abren –y cruzan– aquellos problemas que configuran nuestros interrogantes. Ciudades presenta un conjunto de notas que remiten a ese nervio tan hostil como apasionante que recorre los territorios urbanos en los que se despliega nuestra vida en común; problema éste –el que se abre ante la pregunta por aquello que nos acomuna– que ha orientado nuestras primeras lecturas y animado parte de las intensas discusiones que aparecen recogidas en los textos que dan cuerpo al apartado que hemos llamado Comunidades. En la tercera sección se hace visible una de las ideas-fuerza que guió nuestro trabajo, y que consiste en la sospecha de que parte sustancial del pensamiento argentino fue escrito en la “lengua” de la literatura. Tramas es entonces el nombre de ese momento en el que nos decidimos a pensar desde el ensayo y la literatura, y también, a pensar con nuestra literatura y los símbolos que ella evoca. En Figuraciones ciertos artefactos de nuestra cultura, y también ciertas derivas subjetivas, se vuelven objeto de reflexión y escucha. Asimismo, también de admiración. Es por esto que con la revista nos permitimos distribuir la réplica de una de las obras que gentilmente el pintor Andrés Waissman puso a nuestra disposición. La sección Archivo se propone como lugar destacado para comenzar a horadar uno de los hábitos más arraigados en el campo filosófico argentino: el olvido de ciertas tradiciones de nuestro pensamiento. Reconocimiento a una producción situada, la de Luis Juan Guerrero, que es –a su vez– invitación a una lectura presente. Por último, la revista presenta dos extensas Conversaciones: una con Alejandro Kaufman y otra con Jorge Dotti. He aquí el espacio donde se propone un diálogo y discusión con aquellos intelectuales cuyas producciones alimentan el horizonte de nuestras propias indagaciones. Espacio agónico, que es también un espacio de búsqueda de aquellas palabras que permitan tejer el frágil hilo de nuestra lengua.
Este recorrido que El río sin orillas propone a los lectores supone, a su vez, un horizonte de producciones culturales específico, que forma parte de nuestra formación como así también de los problemas que nos constituyen. Nos referimos a un tipo de práctica intelectual que ha sido decisiva en nuestras latitudes: la experiencia de lectura y escritura en torno a las revistas. Es preciso decirlo lo más claramente posible: las revistas fueron y son no sólo un vehículo de circulación de textos sino también, y quizás sobre todo, un espacio de reunión y de trabajo conjunto. En este sentido, no podemos dejar de reconocer nuestras lecturas y discusiones compartidas sobre Contorno, Cuadernos de Filosofía, Controversia, Unidos y Punto de Vista, y también sobre las más recientes El Rodaballo, ADEF, Dialéktica, Acontecimiento, El ojo mocho, Nombres, Perspectivas nietzscheanas, Instantes y azares, La escena contemporánea, Pensamiento de los Confines y Deus Mortalis.
Por último, nos interesa destacar que El río sin orillas es, ante todo, un espacio de trabajo y escritura común, un verdadero punto de reparo que decidió lanzarse al proyecto de esta revista. Esto supone, en primer lugar, que hay un largo recorrido compartido con muchos amigos que formaron parte de este grupo de trabajo. Para ellos, nuestro reconocimiento e invitación renovada. Por otro lado, este proyecto, como iniciativa colectiva, es un trabajo autogestivo que como tal, hubiera sido imposible sin las manos amigas que supieron colaborar afectiva y materialmente; desde los responsables de Las cuarenta hasta nuestros afectos más cercanos hay una larga estela de colaboraciones que hizo posible esta revista. Para todos ellos también va nuestro agradecimiento, y con ellos festejamos el milagro de que aquellas lejanas voces devinieran estas palabras que hoy ofrecemos a los lectores.
Fuente: http://elriosinorillas.com.ar
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