Por Georges Bataille
Si algo nos impacta de entrada en este título es ese guión que une irremediablemente a la negación con el saber. Bataille escribe sin justificar –y esto es lo que lo vuelve soberano de la letra– que la negación cobra un carácter positivo. El movimiento que interviene no es dialéctico, sino que determinados signos –la noche, la muerte, el instante– van tragando todas las afirmaciones hasta aniquilar el pensamiento. Es a partir de este silencio mordaz desde donde Bataille afirma la negación, como esos movimientos espirituales que concernían a los místicos de experimentar a Dios en el vacío. El saldo que nos queda es un extraño saber: el saber del No, tras el cual no podemos volver a confiar en el conocimiento.
¿Podríamos aproximar esta experiencia del no-saber a la fórmula freudiana sobre “el saber no sabido”?
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EL NO-SABER
I
Vivir para poder morir, sufrir para gozar, gozar para sufrir, hablar para ya no decir nada. El no es el término medio de un conocimiento que tiene como fin —o como negación de su fin— la pasión de no saber.
Existe un punto a partir del cual no hay nada que decir; llegamos a ese punto más o menos rápido, pero definitivamente, cuando lo hemos alcanzado, ya no podemos dejarnos llevar por el juego.
No tengo nada que decir contra el juego. Pero, ¿creerlo serio? ¿Disertar gravemente sobre la libertad o sobre Dios? De eso no sabemos nada, y si hablamos de ello es un juego. Todo lo que va más allá de la verdad común es un juego. Pero sabemos que es un juego, y al vernos comprometidos en ese juego como en una operación seria sólo podemos proseguirla un poco más seriamente que los demás, a fin de liberarla de la seriedad.
En cuanto a la esfera del pensamiento, es el horror. Sí, es el mismo horror.
Es llevado a ser, por una aberración que no es sino un deseo invencible, llevado al instante de morir. Es deslizarse en la noche sobre la pendiente de un techo, sin parapetos y bajo un viento que nada apacigua. Cuanto más riguroso es el pensamiento, más se intensifica la amenaza.
El pensamiento riguroso, la firme resolución de pensar, es ya un desfallecimiento.
La posibilidad de un equilibro angustiado sobre el techo es a su vez condicionada por una vocación: la de responder al llamado del viento, responder al llamado de la muerte.
Pero cuando la muerte llama, aunque el ruido del llamado colme la noche, es una especie de profundo silencio. La misma respuesta es silencio despojado de todo sentido posible. Es exasperante: la mayor voluptuosidad que el corazón soporta, una voluptuosidad morosa, aplastante, una pesadez sin límites.
A ese sentimiento de vicio perfecto corresponde la frase: Deus sum, nil a me divini alienum puto, pero como un agujero negro donde se vacía todo impulso, toda ironía, todo pensamiento; un estado tan chato, tan hueco como un dolor de cabeza. Prendí la luz en medio de la noche, en la habitación, para escribir: a pesar de eso, la habitación es oscura; la luz despunta en las tinieblas completas, no menos superficial que mi vanidad de escribir que la muerte absorbe como la noche arrebata la luz de mi lámpara. Si escribo, es a duras penas, apenas si abro los ojos. Lo que vivo es estar muerto y hay que haberse hundido muy adentro del vicio para asegurarse de estar en el f0nd0 de la v0luptuosidad.
Una sensación estúpida y cruel de insomnio, sensación monstruosa, amoral, acorde con la crueldad sin reglas del universo, crueldad de un hambre, de un sadismo sin esperanza: gusto insondable de Dios por los dolores extremos de las criaturas, que las sofocan y las mancillan. En esa igualdad con el extravío sin límites en que yo mismo estoy extraviado, ¿alguna vez me sentí más sencillamente humano?
Una lectura me entrega á ese voluptuoso terror: esta frase de Husserl para su hermana Adelgundis durante su última enfermedad grave: “No sabía que fuera tan duro morir; ¡Y sin embargo me he esforzado a lo largo de mi vida por eliminar toda trivialidad…! Justo en el momento en que me siento tan completamente invadido por el sentimiento de ser responsable de una tarea… Justamente ahora que llego al final y que todo ha terminado para mí, sé que me hace falta retomar todo desde el comienzo…”. Ese mismo espanto feliz, ese mismo sentimiento de voluptuosa impotencia se mantienen. La trivialidad en segundo grado de Husserl no me parece desalentadora.
Si no hubiera anotado en el acto, por la noche, ese sentimiento, lo habría olvidado. Tales estados suponen una especie de desvanecimiento de la realidad del mundo: salía de un sueño al que sabía que volvería por la inercia de la cama, era esa vida a la deriva que no se aferraba a nada, pero que tampoco era aferrada por nada. Es justamente en la medida en que están totalmente fuera del mundo que desatendemos tales momentos: su indiferencia, su soledad, su silencio no son objetos de atención, permanecen como si no estuvieran (lo mismo sucede con extensiones de montañas desiertas). Les atribuimos esa insignificancia, pero sólo los sentidos diurnos han desaparecido, como vestirse, salir, arreglarse: es allí donde reside su insignificancia. Los sentidos del sueño tampoco están presentes, pero estos últimos no son más que los diurnos convertidos en absurdos; su absurdidad atrae la atención, impide percibir finalmente la desnudez: ese inmenso objeto silencioso que se sustrae, se niega y, al sustraerse, deja ver que lo demás mentía.
A pesar del aspecto febril de estas pocas páginas, ¿habrá una mente más positiva y más fría que la mía?
Quiero aclarar lo que entiendo por soberanía. Es la ausencia de pecado, aunque esto todavía resulte ambiguo. Define recíprocamente al pecado como incumplimiento de la actitud soberana.
Pero la soberanía no deja por ello de ser… el pecado.
No, es el poder de pecar sin tener la sensación de la meta frustrada, o es el incumplimiento convertido en la meta.
Doy un ejemplo paradójico. Si uno de mis amigos me falla, se comporta mal conmigo, la conciencia de mis propias fallas me resulta difícilmente tolerable: las repruebo como irremediables. Pero la soberanía está en juego en la amistad, mi soberanía, es decir, la imposibilidad en que habría estado mi amigo de alcanzarme con su incumplimiento —si yo mismo no le hubiese fallado. Es por haberle fallado que se mancilla mi soberanía. Pero mi amigo no supo que yo le había fallado. Si lo hubiera sabido, su incumplimiento no hubiese mancillado la soberanía que le pertenece, habría podido soportarlo lúcidamente.
Bergson veía en el misticismo una posibilidad de hablar cuando la razón ya no tiene derecho a hacerlo. Es difícil para los filósofos resistir a la tentación de jugar, como los niños. No obstante, si la filosofía se plantea, cosa que la ciencia evita, las cuestiones que la religión pretende resolver, ¿cómo olvidar esos instantes, por raros que fueran, en que el hombre religioso se calla?
En el examen del pensamiento, siempre nos alejamos del momento decisivo (de la resolución) en que el pensamiento fracasa, no como un gesto inepto, sino por el contrario como un cumplimiento que no puede ser superado; porque el pensamiento ha evaluado la ineptitud implícita en el hecho de aceptar el ejercicio: ¡es un servilismo! Los hombres rudimentarios tenían razón en despreciar a quienes se rebajaban a pensar; estos creyeron escapar a la verdad de ese desprecio debido a una superioridad efectiva, que se atribuían en la medida en que la humanidad entera está comprometida en el ejercicio del pensamiento: pero la superioridad no queda reducida por ello a una mayor o menor excelencia en una ocupación servil. Más bien una excelencia consumada hace entrever que, siendo la soberanía la búsqueda final del hombre y del pensamiento, el pensamiento resuelto es el que revela el servilismo de todo pensamiento: operación por la cual el pensamiento, agotado, es a su vez la aniquilación del pensamiento. Asimismo esta frase es dicha a fin de establecer el silencio que es su supresión.
Es el sentido, o mejor dicho, la ausencia de sentido de lo que anoté la otra noche.
Para percibir el sentido de la novela, hay que ponerse en la ventana y mirar pasar a los desconocidos. Partiendo de la indiferencia profunda por todos aquellos que no conocemos, es la protesta más completa contra el rostro asumido por el hombre bajo la especie del transeúnte anónimo. El desconocido es olvidable y en el personaje de la novela queda sobrentendida la afirmación contraria, que por sí solo ese desconocido es el mundo. Es sagrado, desde el momento en que le saco la máscara profana que lo disimula.
Imagino el cielo sin mí, sin Dios, sin nada general ni particular —no es la nada. Para mí la nada es otra cosa. Es la negación —de mí mismo o de Dios- sin que nunca hayan existido ni Dios ni yo, sin que nunca haya existido nada (de otro modo la nada no es más que una facilidad del juego filosófico). Hablo por el contrario de un deslizamiento de mi espíritu al que propongo la posibilidad de una total desaparición de lo que es general o particular (no siendo lo general más que un aspecto común de las cosas particulares): resulta, no lo que el existencialismo llama un fondo sobre el cual se destacan…, sino en rigor lo que se le mostraría a la hormiga si se apartara de sí, cosa que no puede hacer y que mi imaginación me puede representar. En el olvido ilimitado, que a través de mi frase, en mí mismo, es el instante en la transparencia, no hay nada en efecto que pueda darle un sentido a mi frase, pero mi indiferencia (mi ser indiferente) descansa en una especie de resolución del ser, que es no-saber, no-cuestión, aun cuando en el plano del discurso haya esencialmente una cuestión (en el sentido de que es completamente ininteligible), aunque por eso mismo esencialmente remisión, anonadamiento de la cuestión. Todo lo que sobreviene es indiferente -uno no es más que un pretexto, por el retorno de la complejidad, para la dichosa, la onanista angustia de la que hablé, para la angustia que es ironía, que es un juego. Pero en el fondo, si nada sobreviene, ya ni siquiera hay juego. No hay más que negación de sentido, tan consumada como lo haga posible la persistencia —habitual— del interés que tienen en mí todos los objetos de mi pensamiento.
No estoy solo. Si lo estuviera, hubiese podido suponer que en mí el hombre es lo que creí saber, aunque en la multiplicidad inconciliable de los pensamientos admití que sin una barrera que me protegiese de una agitación sin sosiego, mi propio pensamiento se perdería. Pero no es en razón de malos métodos, sino de una impotencia de la multitud que es la gran fuerza del hombre, que todos nosotros no sabemos nada. Agrego sin embargo ai rumor de tormenta de la discordancia de los espíritus esta simple afirmación -similar a la caída al suelo de un combatiente herido, ya agonizante, en medio de la batalla—: “Teníamos verdades limitadas cuyo sentido y cuya estructura eran válidos en un dominio dado. Pero a partir de allí, siempre hemos querido llegar más lejos, sin poder soportar la idea de esa noche en la que ahora entro, que es lo único deseable, junto a la cual el día es lo que la avaricia mezquina frente a la apertura del pensamiento.”
La multitud insatisfecha, que soy yo (¿algo me permitiría salirme de ella?, ¿no soy en todo semejante a ella?), es generosa, es violenta, es ciega. Es una risa, un sollozo, un silencio que no contiene nada, que espera y no conserva nada. Pues el ansia de poseer había hecho de la inteligencia lo contrario de una risa, una pobreza con que ríen sin fin aquellos a quienes su loca generosidad enriquece.
Podía decir “Dios es amor, no es más que amor”, “Dios no es”, “Dios ha muerto”, “yo soy Dios”. La condición rigurosa -rigurosa como lo son el nacimiento y la muerte— era borrar de antemano, hundir en un silencio soberano (con respecto a mi frase, comparable a lo que el universo celeste es a la tierra) lo insensato que había dicho. Desgraciado aquel que borrara a medias o dejara la puerta entreabierta: el silencio del hombre glorioso, victorioso, exaltado y transfigurado como un sol, es el de la muerte, en el que toda voluntad de resolver el universo en una creación a la medida de nuestros esfuerzos se resuelve por sí misma, se disuelve allí.
No puedo expresar lo soberano que contiene el silencio ai que ingreso, inmensamente generoso y ausente, ni siquiera decir: es agradable u odioso. Siempre sería demasiado e insuficiente.
Mi frase pretendía suscitar el silencio a partir de las palabras, pero lo mismo ocurre con el saber que se pierde en el no-saber a medida que se extiende. El verdadero sabio, en el sentido griego, utiliza la ciencia tal como es posible hacerlo con miras al momento en que cada noción será llevada al punto donde aparecerá su límite— que es el más allá de toda noción.
Es mi aporte: la honestidad del no-saber, la reducción del saber a lo que es. Pero debe añadirse que por la conciencia de la noche, el despertar en la noche del no-saber, he convertido un saber que sobrepasa deshonestamente sus posibilidades con encadenamientos azarosos, injustificados en su base, en un despertar renovado sin cesar, cada vez que la reflexión ya no puede ser continuada (pues si continuara reemplazaría el despertar por operaciones de discernimiento fundadas en falsificaciones). El despertar, por el contrario, restituye el elemento soberano, es decir impenetrable (insertando el momento del no-saber en la operación del saber le restituyo al saber lo que le faltaba; un reconocimiento en el despertar angustiado de lo que tengo que resolver como humano, mientras que los objetos de saber están subordinados).
Siempre, en tanto reflexionamos discursivamente, estamos en el límite del instante, donde el objeto de nuestro pensamiento ya no es reducible al discurso y donde sólo tenemos que sentir una punzada en el corazón -o bien cerrarnos ante lo que excede al discurso. No se trata de estados inefables: de todos los estados por los que pasamos es posible hablar. Pero sigue habiendo un punto que siempre tiene el sentido -o más bien la ausencia de sentido- de la totalidad. Por eso una descripción, desde el punto de vista del saber discursivo, es imperfecta si a través de ella el pensamiento no se abre en el momento justo hacia el mismo punto donde se revela la totalidad que es su aniquilación.
¿Hablaré de Dios?
Precisamente me niego a decir una palabra sobre el instante en que me faltó el aliento. Hablar de Dios sería unir -deshonestamente- aquello de lo que no puedo hablar salvo por negación con la imposible explicación de lo que es.
En lo que escribo siempre está la mezcla de la aspiración al silencio y de lo que habla en mí, reclamando incluso dinero; por lo menos las apropiaciones que de algún modo me enriquecen y que no todas pueden ser la negación de mí mismo, negación de mis intereses. ¿No es triste acaso vincular el propio interés con la negación del propio interés?
II
Una de dos: o bien lo he dicho todo, y desde entonces sólo tengo que vivir sin pensar (a menudo imagino que es así, que la transparencia no podría ser más límpida, que vivo en el instante como el ruido que se disipa en el aire…), o bien debo volver a decir lo que he dicho mal: de inmediato es el tormento y la certeza no sólo de no poder decirlo mejor nunca, sino de traicionarlo una vez más. Pero sin duda tengo razón en no ceder a la tentación de un silencio en el que habría mostrado mi impotencia para expresarme en medias palabras, y con la inocencia que brinda una sensación de perfecta limpidez. Puedo decir hoy que el menor pensamiento concedido a mis proyectos, que existen a pesar de mí, me supera y me agobia. ¡Pero el instante! Siempre es el delirio infinito…
Lo cual supone un campo libre. Exactamente, si vivo el instante sin el menor cuidado por lo que podría ocurrir, sé bien que esa ausencia de cuidado me entorpece. Debería actuar, prever las amenazas que toman forma. Si toco el cristal impalpable del instante, falto a mi deber con respecto a otros instantes que seguirán si sobrevivo.
Lo más difícil: pienso en algo que digo en un libro que me cuesta un esfuerzo agotador. Dentro de la perspectiva de ese libro, de inmediato mi pensamiento me parece incompatible con ese esfuerzo que me enferma. Se refiere a la relación entre la “apatía” de la que habla Sade y el estado teopático, ligado en mi memoria al nombre de San Juan de la Cruz. No logro extraer su verdadero aspecto sino a condición de sacarlo de un encadenamiento riguroso (tal vez no demasiado, pues a fin de cuentas estaba enfermo, el orden de los pensamientos y su expresión ordenada requerían una capacidad que no tenía). No es que un encadenamiento semejante sea en sí un error, pero rechazo la forma encadenada del pensamiento en el momento en que su objeto me colma.
El principio de la moral. Existen dos fases en el tiempo, la primera está necesariamente presidida por las reglas de la moral y se le atribuyen determinados fines que no pueden referirse más que a la segunda.
El pensamiento de Hegel se sublevó en un punto de su recorrido. Poco importa que se haya despertado en ese punto (la renuncia a la individualidad, según creo). Aparentemente no era el momento esperado: el escándalo no es la pérdida de la individualidad, sino en verdad el saber absoluto. No por lo que pueda haber de imperfecto en la presuposición de su carácter absoluto, por el contrario, su contenido revela su equivalencia con el no-saber. Si más allá de la búsqueda del saber llegáramos al saber, al resultado, debemos apartarnos de él: no es lo que buscábamos. La única respuesta no irrisoria es hay Dios, es lo impensable, una palabra, un medio para olvidar la eterna ausencia de reposo, de satisfacción implícita en la búsqueda que somos. La incorrección del pensamiento que se concede el momento de detención de la palabra Dios está en ver en su derrota una resolución de las dificultades que ha encontrado. La derrota del pensamiento es éxtasis (en potencia), es en efecto el sentido de lo que digo, pero el éxtasis sólo tiene un sentido para el pensamiento: la derrota del pensamiento. Es cierto que hay una tentación, atribuirle al éxtasis un valor para el pensamiento: si la disolución del pensamiento me pone en éxtasis, extraeré una enseñanza del éxtasis. Diría que lo que el éxtasis me ha revelado importa más que el contenido de mi pensamiento que me parezca más pleno de sentido. Pero esto sólo significa: el sin sentido tiene más sentido que el sentido.
Si la risa degrada al hombre, también la soberanía o lo sagrado lo degradan. Lo cual tiene además un sentido angustiante: una vulva de mujer es soberana, es sagrada, pero también es ridicula y aquella que la muestra se degrada.
Un proyecto requiere un esfuerzo, que sólo es posible con una condición: satisfacer la vanidad a costa de un deseo. La vanidad existe en el nivel del proyecto que expone y del cual es su reseña moral. El orgullo es a la vnnidad lo que el instante es al proyecto.
Hubiera debido decir que en la esencia de la escapatoria de la muerte está el que sea realizada, no solamente de manera repentina, sino también “lograda”, como si se tratara de un escamoteo tan perfecto que toda una sala estallara en aplausos y clamores: pienso en esos aplausos donde la exaltación —dado que la belleza del escamoteo es inesperada y que supera en mucho lo previsible— es tan grande que deja al borde de las lágrimas. (No suele admitirse, pero no deja de ser cierto que se puede llorar ante lo que hace tambalear una sala con aclamaciones insuficientes.) Por supuesto, si muero soy a la vez el que actúa y el que es actuado, lo que no presupone nada cognoscible en el hecho de que en el instante nada puede captarse: ya no hay en el instante un yo que tenga conciencia, pues el yo consciente de sí mismo mata el instante revistiéndolo con un disfraz; el del futuro que es el yo. Pero imaginemos que el yo no matara el instante, ¡en seguida el instante mata al yo! Por eso nunca se da tan perfectamente el instante como en la muerte, por eso sólo la muerte le ofrece a una multitud de angustiados seres vivos, aunque provisoriamente seguros, su apoteosis que quita el aliento.
III
Al entrar en el no-saber, sé que borro las figuras en el cuadro sombrío. Pero la oscuridad que cae así no es la aniquilación, ni siquiera la “noche donde todos los gatos son pardos”. Es el goce de la noche. No es más que la muerte lenta, la muerte de la que es posible disfrutar, lentamente. Y me doy cuenta, en la lentitud, que la muerte actuando en mí no hacía desaparecer solamente mi saber, sino también la profundidad de mi alegría. No me doy cuenta sino para morir, sé que sin esa aniquilación de todo pensamiento mi pensamiento sería ese parloteo servil, pero no conoceré mi último pensamiento porque es la muerte del pensamiento. No gozaré de mi liberación y nunca habré dominado nada: gozaré en el momento en que esté libre. ¡Pero nunca lo sabré! Para saberlo hubiera hecho falta que esa alegría que es la fulguración de la alegría no fuera la muerte de mi alegría y de mi pensamiento. Pero no es posible concebir la inmundicia en que me hundo, inmundicia divina y voluptuosa, frente a todo pensamiento y a todo ese mundo que el pensamiento edificó, aun cuando cada horror representable esté cargado con la posibilidad de mi alegría. La muerte del pensamiento es la voluptuosa orgía que prepara la muerte, la fiesta que la muerte ofrece en su casa.
¿Pregunta sin respuesta? Quizás. Pero la ausencia de respuesta es la muerte de la pregunta. ¿Si no hubiera nada que saber? ¿Y si la violación de la ley fuera, por detrás de la ley, más que la ley, y el origen de todo lo que amamos no dejara de destruir el fundamento del pensamiento al igual que le pone fin al poder de la ley? Habiendo llegado al instante de la reflexión que agoniza, a la caída de la noche, asistiendo a la muerte que nos apresa, ¿cómo sostendríamos aún el principio de que hubo algo por saber que no llegamos a saber? Si yo no me hubiera rebelado contra la ley, hubiese seguido sabiendo lo que no sé. Tampoco sé si había algo que saber, pero ¿cómo iría la risa rebelde que me invade hasta ese punto de la revuelta donde ya no subsiste una adherencia que me devuelva al mundo de la ley y del saber? Si no fuera para gozar de la ley y del saber, de los que gozo cuando salgo de ellos.
¿No sería ridículo ver una filosofía en estas proposiciones agonizantes? Las he ordenado para conducirlas al punto en que se disuelven y acaso no lo haya hecho peor que los filósofos que las ordenan para confirmarlas. Pero lo que digo se resuelve en un relato de esos instantes en que existe el horror y no el pensamiento: ¿el horror, el éxtasis, el vicio voluptuoso, la risa…? Lo imprevisible finalmente, si siempre se trata de perder pie.
¿Cómo podría deprimirme el rechazo a considerar el mundo y lo que yo mismo soy como una ineluctable medida y como una ley? No acepto nada y no estoy satisfecho con nada. Voy hacia el porvenir incognoscible. No hay nada en mí que yo haya podido reconocer. Mi jovialidad se basa en mi ignorancia. Soy lo que soy: el ser se juega en mí mismo, como si no existiera, y nunca es lo que era. O si soy lo que yo era, eso que era no es lo que yo había sido. Ser nunca quiere decir estar dado. Nunca puedo percibir en mí eso que es identificáble y definido, sino solamente lo que surge en el seno del universo injustificable y que nunca es más justificable que el universo. No hay nada menos deprimente. Soy en la medida en que rechazo ser eso que se puede definir. Soy en la medida en que mi ignorancia es desmesurada: en la depresión, caería en la clasificación del mundo y me consideraría como el elemento que sitúa su definición. Pero, ¿qué anuncia en mí esta fuerza que niega? No anuncia nada.
Fuente: Bataille, Georges: (2001) La felicidad, el erotismo y la literatura, Ensayos 1944/1961. Bs. As. Ed. Adriana Hidalgo. Paginas 244 a 258.
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