El Erotismo o el Cuestionamiento del Ser

Por Georges Bataille

Este texto es indisociable de El erotismo, el ensayo que convirtió a Bataille en uno de los ensayistas más finos de la filosofía francesa del siglo XX. Podríamos suponer que es el ejemplo más fiel de aquella “sociología sagrada” que buscó Bataille junto a sus amigos Michel Leiris y Roger Callois. Al igual que en su ensayo, en este artículo que presentamos hay una combinación de indagación antropológica con una precisión conceptual que se presenta a la inversa que el discurso científico. No se trata de fundamentar valores sino de ubicar ciertos espacios donde acontece nuestra experiencia erótica: la transgresión, la prohibición, el extravío y especialmente la muerte. Estos actos siempre se producen al margen de nuestra bien delimitada realidad, por eso implican un ser –un sujeto– cuando éste se pone en cuestión hasta quedar irremediablemente tachado.


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El Erotismo o el Cuestionamiento del Ser

El erotismo, aspecto “inmediato” de la experiencia interior en oposición a la sexualidad animal

El erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. No debe engañarnos el hecho de que busque ince­santemente un objeto de deseo en el exterior. Pues si ese obje­to existe como tal, es en la medida en que responde a la inte­rioridad del deseo. Nuestra elección de un objeto nunca es objetiva; aun si eligiéramos una mujer que la mayoría, en nuestro lugar, hubiese elegido, la elección de la mayoría se funda en una similitud de la vida interior de unos y otros, y no en una cualidad objetiva de esa mujer que sin duda, si no tocara en nosotros lo más íntimo del ser interior, no tendría nada que forzara nuestras preferencias. En una palabra, aun­que concuerde con la mayoría, nuestra elección sigue siendo diferente a la del animal: apela a esa movilidad interior, infi­nitamente oscura, que es lo propio del hombre. También el animal tiene una vida subjetiva, pero al parecer esa vida le es dada de una vez por todas, como los objetos que están en el mundo. El erotismo del hombre difiere de la sexualidad ani­mal justamente en que pone en cuestión la vida interior. En la conciencia del hombre, el erotismo es lo que dentro de él pone en cuestión al ser. La sexualidad animal introduce también un desequilibrio y ese desequilibrio amenaza la vida, pero el ani­mal no lo sabe.

Sea como fuere, si el erotismo es la actividad sexual del hombre es en la medida en que esta última no es animal. La actividad sexual de los hombres no es necesariamente erótica. Sólo lo es cuando no es rudimentaria, cuando no es simple­mente animal.

Importancia decisiva del pasaje del animal al hombre

En el pasaje del animal al hombre, sobre el cual poco sabe­mos, se da la determinación fundamental. Todos los aconte­cimientos de ese pasaje se nos escapan; sin duda definitiva­mente. Sin embargó, estamos menos inermes de lo que pare­ce. Sabemos que los hombres fabricaron herramientas y las utilizaron en vista de proveer a su subsistencia y luego, sin duda con bastante rapidez, a necesidades superfluas. En una palabra, se distinguieron de los animales por el trabajo. Para­lelamente, se impusieron restricciones conocidas con el nom­bre de prohibiciones. Esas prohibiciones se refirieron esencial­mente —y seguramente— a la actitud hacia los muertos. Es probable que concernieran al mismo tiempo, o no mucho después, a la actividad sexual. La antigua data de la actitud con respecto a los muertos se confirma en los numerosos ha­llazgos de osamentas reunidas por los hombres. En todo caso, el Hombre de la Capilla de los Santos, que no es completa­mente un hombre ya que aún no había alcanzado rigurosa­mente la postura erguida y su cráneo no difería tanto como el nuestro del cráneo de los antropoides, sepultaba a sus muer­tos. Las prohibiciones sexuales seguramente no se remontan a esos tiempos tan lejanos. Podemos decir que aparecen en to­das partes donde apareció la humanidad, pero en la medida en que debemos atenernos a los datos de la prehistoria, nada tangible atestigua su presencia. El enterramiento de los muer­tos ha dejado huellas, pero no subsiste nada que nos aporte siquiera una indicación sobre los hábitos sexuales de los hom­bres más antiguos. Sólo podemos admitir que trabajaban, ya que tenemos sus herramientas. Dado que el trabajo, según parece, engendró lógicamente la reacción que determina la actitud ante la muerte, es legítimo pensar que la prohibición que regula y limita la sexualidad fue también su consecuencia y que el conjunto de las conductas humanas fundamentales —trabajo, conciencia de la muerte, sexualidad contenida— se remontan al mismo período remoto. Los vestigios del traba­jo aparecen desde el Paleolítico inferiory el enterramiento más antiguo que conocemos data del Paleolítico medio. Se trata en verdad de etapas que duraron, según los cálculos actuales, cien­tos de miles de años: esos interminables milenios correspon­den a la mutación por la cual el hombre se libró de la animalidad primaria. Salió de ella trabajando, comprendien­do que moría y deslizándose de la sexualidad sin vergüenza a la sexualidad avergonzada, de la cual se derivó el erotismo. El hombre propiamente dicho, al que llamamos nuestro seme­jante, que aparece desde la época de las cavernas pintadas (o sea el Paleolítico superior), está determinado por el conjunto de esos cambios que se ubican en el plano de la religión y que sin duda tenía detrás suyo a unos y otros.

El erotismo, su experiencia interior y su comunicación ligados a elementos objetivos y a la perspectiva histórica en que esos elementos aparecen

Hay un inconveniente en esta manera de hablar sobre el erotismo. En la medida en que lo considero la actividad genética propia del hombre, defino el erotismo objetivamen­te. Pero he dejado en un segundo plano, por más interés que le otorgue, el estudio objetivo del erotismo. Por el contrario, mi intención es considerar en el erotismo un aspecto de la vida interior o, si se prefiere, de la vida religiosa del hombre. He dicho que el erotismo es para mí el desequilibrio dentro del cual el ser se cuestiona a sí mismo, conscientemente. En cierto sentido, el ser se pierde objetivamente, pero entonces el sujeto se identifica con el objeto que se pierde. E incluso pue­do decir: en el erotismo, yo me pierdo. Y sin duda no sería una situación privilegiada. Pero la pérdida voluntaria implicada en el erotismo es flagrante: nadie puede dudar de ella. Al ha­blar ahora del erotismo, tengo la intención de expresarme sin ambages en nombre del sujeto, aun cuando para comenzar introduzca consideraciones objetivas. Pero cuando hablo de los movimientos del erotismo objetivamente, tengo que subrayarlo de entrada: es en la medida en que la experiencia interior nunca se da independientemente de impresiones ob­jetivas y que siempre la encontramos unida a cierto aspecto innegablemente objetivo.

La determinación del erotismo es primitivamente religiosa y mi estudio está más cerca de la teología que de la historia de la religión erudita e indiferente

Insisto: si a veces hablo el lenguaje de un hombre de cien­cia, siempre es una apariencia. El científico habla desde afue­ra, como un anatomista habla del cerebro. (Lo cual no es completamente cierto: el historiador de las religiones no pue­de suprimir la experiencia interior que tiene —o que tuvo— de la religión… Pero no importa si la olvida en la medida de lo posible.) Yo hablo de la religión desde adentro, como el teólogo habla de la teología.

Es cierto que el teólogo examina una teología cristiana. Mientras que la religión de la que hablo no es una religión. Sin duda es la religión, pero se define justamente en que desde un principio no es una religión particular. No hablo de ritos, ni de dogmas, ni de una comunidad dados, sino solamente del problema que se ha planteado toda religión: asumo ese problema como el teólogo asume la teología… Aunque sin la religión cristiana. Si no fuera porque a pesar de todo es una religión, me sentiría incluso en las antípodas del cristianismo. Tanto es así que el estudio frente al cual defino esta posición tiene como objeto el erotismo. Es obvio que el desarrollo del erotismo no es en absoluto exterior al dominio de la religión, pero justamente el cristianismo, al oponerse al erotismo, ha condenado a la mayoría de las religiones. En cierto sentido, tal vez la religión cristiana sea la menos religiosa.

Quisiera que se entendiese correctamente mi actitud.

En primer lugar, aspiraba a una ausencia de presuposicio­nes de modo tal que ya ninguna me parecía adecuada. No hay nada que me vincule a una tradición particular. Así, no puedo dejar de ver en el ocultismo o el esoterismo una presuposi­ción que me interesa en tanto que responde a la nostalgia religiosa, pero de la cual me alejo a pesar de todo ya que im­plica una creencia determinada. Añado que aparte de las cris­tianas, las presuposiciones ocultistas son para mí las más irritantes, dado que al afirmarse en un mundo donde se im­ponen los principios de la ciencia, les dan deliberadamente la espalda. Convierten así a quien las admite en un hombre en­tre otros que sabe de la existencia del cálculo pero que se niega a corregir sus errores de adición. La ciencia no me enceguece (deslumbrado, no podría responder a sus exigencias) y tam­poco me perturba el cálculo. Me gusta pues que me digan “dos y dos son cinco”, pero si alguien hace cuentas conmigo con un fin preciso, no me quedo con la pretendida identidad entre cinco y dos más dos. Para mí nadie podría plantear el problema de la religión a partir de soluciones gratuitas que el actual espíritu riguroso rechaza. No soy un hombre de ciencia en la medida en que hablo de experiencia interior, y no de objetos, pero en la medida en que hablo de objetos, lo hago con el inevitable rigor de los hombres de ciencia.

Diría incluso que la mayoría de las veces, dentro de la acti­tud religiosa, entra una avidez tan grande de respuestas apre­suradas que religión ha adquirido el sentido de la facilidad mental, y que mis primeras palabras hacen pensar a lectores desprevenidos que se trata de una aventura intelectual y no del incesante recorrido que pone al espíritu más allá, si es preciso, pero por medio de la filosofía y de las ciencias, en busca de todo lo posible que puede abrirse.

Todo el mundo reconocerá que ni la filosofía ni las cinecias pueden considerar el problema que ha planteado la aspi­ración religiosa. Pero igualmente todo el mundo reconocerá que en las condiciones que se dieron, hasta ahora esa aspira­ción sólo pudo traducirse en formas alteradas. El espíritu hu­mano nunca puede buscar lo que la religión busca desde siem­pre, salvo en un mundo donde su búsqueda dependiera de causas dudosas, sumisas, cuando no por el impulso de deseos materiales, de pasiones circunstanciales: la religión podía com­batir esos deseos y esas pasiones, también podía servirles, no podía ser indiferente a ellos. La búsqueda que emprendió la religión debe ser liberada de las vicisitudes históricas al igual que la búsqueda de la ciencia. No porque el hombre no haya dependido por completo de esas vicisitudes, pero esto sólo es cierto con respecto al pasado. Ha llegado el momento, sin duda precario, en que por suerte ya no debemos esperar la decisión de otros antes de tener la experiencia que deseamos. Y además podemos comunicar libremente el resultado de esa experiencia.

En ese sentido, puedo preocuparme por la religión no como el profesor que escribe su historia, que habla, entre otras cosas, del brahmán, sino como el mismo brahmán. Sin em­bargo, no soy un brahmán, ni nada; quiero continuar una experiencia solitaria, sin tradición, sin rito, sin nada que me guíe e igualmente sin nada que me moleste. Expreso una ex­periencia sin apelar a cualquier cosa particular, prestándole esen­cialmente atención a comunicar la experiencia interior —es de­cir, para mí, la experiencia religiosa— más allá de las religiones determinadas.

Así mi estudio, que fundamenta esencialmente la expe­riencia interior, se diferenciaría en su origen del trabajo del historiador de las religiones, del etnógrafo o del sociólogo. Sin duda, se plantearía la cuestión de saber si es posible para estos últimos orientarse a través de los datos que elaboran independientemente de una experiencia interior, que por una parte tienen en común con sus contemporáneos y que por otra parte es también hasta cierto punto su experiencia perso­nal modificada por un contacto con el mundo que constitu­ye el objeto de sus estudios. Pero en esos casos, casi podemos formular el principio: cuanto menos actúe su propia experien­cia (cuanto más discreta sea ésta), mayor será la autenticidad de su trabajo. No digo: cuanto menos importante sea su ex­periencia, sino cuanto menos actúe. En efecto, estoy persua­dido de la ventaja que implica para un historiador el tener una experiencia profunda, pero cuando la tiene y puesto que la tiene, lo mejor es que se esfuerce por olvidarla y considere los hechos desde afuera. No puede olvidarla por completo, no puede reducir íntegramente el conocimiento de los he­chos a lo que se le muestra exteriormente —y es mejor que sea así— pero lo ideal es que esa experiencia actúe a pesar suyo, en la medida en que esa clase de conocimiento es irreductible, en la medida en que hablar de religión sin referirnos a la expe­riencia que tenemos de ella conduciría a trabajos sin vida que acumularían una materia inerte dispuesta en un desorden inin­teligible.

En cambio, si considero personalmente los hechos a la luz de la experiencia que tengo de ellos, tomo en cuenta lo que pierdo al abandonar la objetividad de la ciencia. En primer lugar, ya he dicho que no puedo privarme arbitrariamente del conocimiento que me proporciona el método impersonal: mi experiencia siempre supone el conocimiento de los obje­tos que ésta pone en juego (en el erotismo, por lo menos están los cuerpos; en la religión, las formas estabilizadas sin las cuales la práctica religiosa común no podría existir). Esos cuerpos, o más bien sus aspectos, o esas formas no se nos muestran sino en la perspectiva donde el aspecto o la forma adquirieron históricamente sus respectivos sentidos. No po­demos separar totalmente la experiencia que tenemos de esas formas objetivas y de esos aspectos, ni de sus apariciones his­tóricas. En el plano del erotismo, las modificaciones del pro­pio cuerpo que responden a los movimientos intensos que nos excitan interiormente están en sí mismas ligadas a los as­pectos seductores y sorprendentes de los cuerpos sexuados.

Y no sólo esos datos precisos, que se nos ofrecen por todas partes, no podrían oponerse a la experiencia interior que les corresponde, sino que también la ayudan a salir de lo fortui­to, que es lo propio del individuo. Aunque esté asociada a la objetividad del mundo real, la experiencia introduce fatal­mente lo arbitrario y no podríamos hablar de ella si no tuvie­ra el carácter universal del objeto al que se une su recurrencia. Del mismo modo, sin experiencia no podríamos hablar ni de erotismo ni de religión.

Las condiciones de una experiencia interior impersonal: la experiencia contradictoria de la prohibición y de la transgresión

En cualquier caso, es necesario oponer claramente el estu­dio que se extiende lo menos posible en el sentido de la expe­riencia y aquel que avanza decididamente en ese sentido. Hay que decir además que si el primero no se hubiera realizado en primer término, el segundo estaría condenado a la gratuidad impertinente que nos es conocida. Por último, es seguro que una condición que hoy nos parece suficiente río se ha dado sino recientemente.

Cuando se trataba de erotismo (o de religión en general), una experiencia interior lúcida era imposible en una época en que no se destacaba con claridad el juego de oscilación entre la prohibición y la transgresión, que preside la posibilidad de una y otra. Pero aún resultaría insuficiente saber que ese juego existe. El conocimiento del erotismo o de la religión requiere una experiencia personal, idéntica y contradictoria, de la pro­hibición y de la transgresión.

Esa doble experiencia no es frecuente. Las imágenes eróti­cas o religiosas introducen esencialmente en algunos las con­ductas de la prohibición, en otros, unas conductas contrarias. Las primeras son tradicionales. Las segundas también son co­munes, al menos bajo la forma de un retorno a la naturaleza al que se opondría la prohibición. Pero la transgresión difiere del “retorno a la naturaleza”: la transgresión levanta la prohi­bición sin suprimirla1[1]. Allí se esconde el secreto del erotismo, allí se encuentra al mismo tiempo el secreto de las religiones. Me adelantaría al desarrollo de mi estudio si me explayara ahora sobre la profunda complicidad entre el bien y el mal. Pero si es cierto que la desconfianza (el incesante movimiento de la duda) es necesaria para quien intenta referir la experien­cia de la que hablo, debe satisfacer en particular las exigencias que desde este momento puedo formular.

Primero debemos decir que nuestros sentimientos tien­den a darle un giro personal a nuestros puntos de vista. Pero es una dificultad general, y creo que es relativamente simple examinar en qué coincide mi experiencia interior con la de los demás y a través de qué me hace comunicarme con ellos. Usualmente esto no se admite, pero el carácter vago y general de mi proposición me impide insistir sobre ella. La paso por alto: los obstáculos considerables que se oponen a la comunicación de la experiencia me parecen de otra naturaleza: atañen a la prohibición a la que fundan y a la duplicidad de la que ha­blo: concilian aquello cuyo principio es inconciliable, el bien y el mal, la prohibición y la transgresión.

Una de dos: o bien actúa la prohibición y desde ese momen­to la experiencia no tiene lugar o sólo se da furtivamente y permanece fuera del campo de la conciencia, o bien no actúa: es el peor de los casos. Para la ciencia, en efecto, la prohibición no se justifica, es patológica, es obra de la neurosis. Por lo tanto, se la conoce desde afuera: aun cuando tengamos una experiencia personal, en la medida en que la consideramos enfermiza, la reducimos al mecanismo exterior que es el intruso en nuestra conciencia. Esa manera de ver no suprime exactamente la expe­riencia, pero le da un sentido menor. Debido a esto, la prohibi­ción y la transgresión, cuando se describen, son tratadas como objetos por el historiador o por el psiquiatra (el psicoanalista).

El erotismo considerado por nosotros como una cosa es, en el mismo grado que la religión, una cosa, un objeto mons­truoso. El erotismo y la religión nos están vedados en la me­dida en que no los situemos decididamente en el plano de la experiencia interior. Si obedecemos llanamente a la prohibi­ción, los situamos en el plano de las cosas que conocemos desde afuera. La prohibición que no es observada con horror ya no tiene la contrapartida del deseo que es su sentido pro­fundo. Lo peor es que la ciencia, cuyo movimiento aspira a tratarla objetivamente, procede de la prohibición sin la cual el erotismo no puede volverse a la larga una cosa, pero al mismo tiempo la rechaza en tanto que es irracional y porque sólo la experiencia desde adentro le da su aspecto inevitable, su as­pecto justificado en profundidad. Si hacemos una obra cien­tífica, en efecto, examinamos nuestros objetos en cuanto ex­teriores al sujeto que somos: dentro de la ciencia, el mismo científico se vuelve un objeto exterior al sujeto que por sí solo realiza la labor científica, pero que no podría realizarla si antes no se hubiera negado como sujeto. Esto es válido si el erotis­mo es condenado, si lo hemos rechazado desde un comienzo, si nos hemos librado de él, pero si la ciencia (como a menudo sucede) condena a la religión, que en ese punto revela que es el fundamento de la ciencia, dejamos de oponernos legítima­mente al erotismo. Al no oponernos más a él, dejamos de con­vertirlo en una cosa, un objeto exterior a nosotros. Lo consi­deramos como el movimiento del ser en nosotros mismos.

Si actúa la prohibición, se torna difícil. La prohibición efectuó de antemano las operaciones de la ciencia: al alejarnos de su objeto, no podía hacerlo sin alejarnos al mismo tiempo del movimiento que nos distanciaba: todo se perdió a la vez en la noche de la objetividad. No podemos en efecto retomar el conocimiento de esos dominios sin retomar primero el de las prohibiciones que nos los vedaron, no como el error que nos engaña, sino como el sentimiento profundo que no deja de impulsarnos. La clave es la verdad de la prohibición, la certeza de que no está en nosotros como algo proveniente del exterior, lo que se nos revela con la angustia en el momento en que transgredimos la prohibición. Si acatamos la prohibi­ción, no es en nosotros sino un resultado del que ya no tene­mos conciencia. Ai transgredirla experimentamos la angustia sin la cual la prohibición no existiría; es la experiencia del pecado. Pero la experiencia no es plena sino en la transgresión consumada, en la transgresión lograda, que mantiene la pro­hibición, pero la mantiene para gozar de ella. La experiencia interior del erotismo le exige a quien la realiza una sensibilidad equivalente tanto ante la angustia que funda la prohibición como ante el deseo que lleva a infringirla. Es la sensibilidad religiosa, que asocia siempre estrechamente el deseo y el ho­rror, el placer intenso y la angustia.

Aquel que no experimenta, o sólo experimenta furtiva­mente los sentimientos de angustia, náusea, horror, comunes por ejemplo entre las muchachas del siglo pasado, no es capaz de esa experiencia, pero tampoco lo es aquel que experimenta esos sentimientos sin sobrepasarlos. Esos sentimientos no tie­nen nada de enfermizo, sino que son en la vida del hombre lo que la crisálida para el animal completo. La experiencia inte­rior del hombre se da en el instante en que al romper la crisá­lida tiene conciencia de desgarrarse a sí mismo y no a la resis­tencia que se le opone desde afuera. La superación del conoci­miento objetivo, que las paredes de la crisálida limitaban, está ligada a esa transformación.

La actividad reproductiva considerada como una forma de crecimiento

La experiencia interior en busca de los objetos que le son inherentes no está limitada a ios datos que le aporta la historia de las religiones. La historia de las religiones le habla, por ejemplo, de prohibiciones concernientes a la sangre menstrual o al incesto, y le habla también de transgresiones. Pero por más que el erotismo, en su esencia infracción a la regla que las prohibiciones implican, comience, según creo, donde termi­na la sexualidad animal, ésta no deja de ser su fundamento, al mismo tiempo negado y conservado. La animalidad carnal es incluso el elemento básico del erotismo, hasta el punto de que el término de animalidad todavía se le asocia popularmente: la transgresión de la prohibición, considerada como lo propio del hombre, frecuentemente adquirió el sentido excesivo de un retorno a la naturaleza que el animal represen­ta para nosotros. Pero este exceso sería imposible si la actividad a la que se opone la prohibición no fuera en primer lugar y objetivamente análoga a la de los animales, si la sexualidad física no fuera común al hombre y al animal. Aparentemente, la sexualidad física es al erotismo lo que el cuerpo es al pensa­miento: y ya que la fisiología siempre puede ser considerada como el fundamento objetivo del pensamiento, la función sexual del animal se añade a los datos de la historia de las religiones cuando situamos en el mundo de las cosas la expe­riencia interior que tenemos del erotismo. Por otra parte, este punto no tiene el sentido limitado que le hemos atribuido en principio. La función sexual del animal posee aspectos que, por estar dados desde el exterior, están cerca de la experiencia a la que aludo, y por tal motivo pueden ayudarnos si quere­mos reducir la imprecisión que rodea la cuestión.

De tal manera recuperamos la objetividad en la que se fun­da el pensamiento la mayoría de las veces. En el plano de la realidad objetiva, la vida pone siempre en movimiento, a menos que esté en incapacidad de hacerlo, un exceso de ener­gía que le es preciso gastar, y en efecto ese exceso se gasta ya sea en el crecimiento de la unidad considerada, ya sea en una pérdida pura y simple. Atendiendo a esto, resulta ambiguo de modo fundamental el aspecto de la sexualidad: incluso una actividad sexual independiente de sus fines genésicos no deja de ser en su origen una actividad de crecimiento. Considera­das en conjunto, las gónadas aumentan. Para percibir el mo­vimiento en cuestión, debemos basarnos en el modo de re­producción más simple, la escisiparidad. Hay un crecimiento del organismo escisíparo, pero una vez adquirido el crecimien­to, un día u otro, ese organismo único se transforma en dos. Dado el infusorio a que se convierte en a´ + a”, el paso del primer estado al segundo no es independiente del crecimien­to de a, e incluso a’ + a”representa, con relación a un estado más antiguo de a, el crecimiento de este último.

Lo que hay que señalar es que siendo a’ distinto de a”, no es por ello más diferente que este último del primer a. Volveré so­bre el carácter desconcertante de un crecimiento que pone en juego la unidad del organismo que crece. Pero en primer lugar retengo este hecho: que la reproducción no es más que una for­ma de crecimiento. Esto se deduce en general de la multiplica­ción de los individuos, el resultado más claro de la actividad sexual, pero el incremento de la especie en la reproducción sexuada no es sino un aspecto de la escisiparidad primitiva. Como las células del organismo individual, también las gónadas son escisíparas. En su base, la unidad viviente se incrementa; si se ha incrementado, puede dividirse, pero el crecimiento es la condición de la división que, en el mundo viviente, llamamos reproducción.

La puesta enjuego del propio ser en el punto crítico del crecimiento

Si consideramos la experiencia interior de la actividad sexual, es decir, en nosotros, el erotismo, debemos tener en cuenta en primer lugar el aspecto objetivo que en apariencia reviste para nosotros: objetivamente, cuando hacemos el amor, lo que está en juego es la reproducción.

Por lo tanto, siguiendo mi argumentación, es el crecimiento. Pero ese crecimiento no es el nuestro. Ni la actividad sexual ni la escisiparidad aseguran el crecimiento del mismo ser que se reproduce, sea que se acople o más sencillamente que se divi­da. Lo que pone en juego la reproducción es el crecimiento impersonal.

La oposición fundamental que postulé antes entre la pér­dida y el crecimiento es por lo tanto reducible en este caso a otra oposición diferente, donde el crecimiento impersonal, y no la pérdida pura y simple, se opone al crecimiento perso­nal. El aspecto fundamental, egoísta, del crecimiento no se da sino cuando la unidad que se incrementa sigue siendo la mis­ma. Si el crecimiento tiene lugar en beneficio de un ser o de un conjunto que nos sobrepasa, ya no es un crecimiento sino un don. Para quien lo realiza, el don es la pérdida de su haber. Es posible que quien da algo recupere algo, pero en principio debe dar, y en principio, más o menos íntegramente, tiene que renunciar a aquello mismo que tiene el sentido del creci­miento para un conjunto que lo incorpora.

Nunca debemos olvidar esa diversidad de aspectos reales cuando pensamos en la emoción sentida íntimamente. ¿No tenemos acaso en el momento sexual, con la desnudez por ejemplo (no importa si se trata de una reacción muy comple­ja y tardía), la sensación de regresar a la profusión del creci­miento? Como si pasáramos de un estado fijo, limitado, a otro más móvil donde nos sintiéramos más próximos a la savia que asciende, al árbol que florece. De entrada estas com­paraciones parecerán audaces, pero el ser al que sus ropas cla­sifican y definen, que de la misma manera que una herra­mienta apropiada para sus fines es para sí mismo una cosa separada, se opone a aquel que se desborda en la exuberancia, que sintiéndose desnudo cerca de otro desnudo es invadido por una impresión de lo ilimitado.

Cuando el sentimiento de crecer tiene lugar en la soledad, cuando la individualidad del crecimiento está claramente ais­lada, nada viene a contradecir en nosotros la separación, que es lo propio de las cosas. En el dominio de las cosas, podemos acumular sin ser desbordados en seguida por la exuberancia.

El mismo dominio orgánico se mantiene a menudo en la calma de la abundancia. Pero la abundancia, sea cual fuere el dominio en que la encontremos, posee un punto crítico don­de se pone en juego la unidad del ser que se beneficia con ella. En ese punto crítico, el crecimiento, que en cierto modo no deja de ser tal, se vuelve pérdida para el beneficiario al que una riqueza excesiva ha disociado. Ese punto puede ser conocido objetivamente, pero la experiencia de él que tenemos inte­riormente posee una importancia privilegiada: se define por el hecho de que allí se pone en juego el propio ser, ya que está en juego su unidad.

En la desaparición de la cosa dentro de la división escisípara, la experiencia del sujeto coincide con el conocimiento del objeto

La sexualidad y el erotismo se unen en un mismo movi­miento con esa crisis de la unidad. Pero sobre todo adquiere entonces un valor decisivo la conexión entre los datos exter­nos e internos. La consideración objetiva de los momentos de crecimiento y de pérdida toma un sentido inesperado, puesto que el crecimiento material pone en juego al propio ser, al sujeto que se incrementa.

Vuelvo a la noción científica de escisiparidad. Cuando el ser unicelular se divide, no deja de ser, pierde su continuidad interior. Si la pierde, es porque aparentemente la tenía. Pero supongamos (admito que es una suposición rápida y que lleva las cosas muy lejos) que la continuidad apare­ciera en el instante en que se pierde. La discontinuidad es esen­cial para el ser del que hablo: es éste, absolutamente distinto de aquél. Una continuidad une al ser en su interior: afuera, una discontinuidad lo limita. Pero en el momento de la divi­sión, en el umbral de dos individuos nuevos, todavía no ha­bía discontinuidad. La continuidad se perdía, la discontinui­dad se formaba. En el lapso de un chispazo, había continui­dad de aquello cuya esencia era ya la discontinuidad (de dos individuos nacientes). Prosiguiendo mi suposición, diría que ese estado suspendido, que es la crisis del ser, es en, el fondo la crisis de la discontinuidad. El ser nos es dado en la disconti­nuidad. No concebimos nada sin la discontinuidad: en el momento en que ésta se sustrae, debemos pues decirnos que en el lugar del ser, no hay nada. Al menos no hay nada que pudiéramos captar y concebir. He supuesto que la continui­dad aparecía en el instante en que se perdía: lo cual quiere decir que no aparecía nada. O más bien, su desaparición suce­día a la aparición de algo.

Dicho de otro modo, el ser nunca es captado, objetiva­mente captado, si no como una cosa. Me disculpo por decir­lo con frases que no sólo son un tanto cerradas, sino también inútilmente sorprendentes. En sí mismas son de una banali­dad tan profunda que se las podría ver esencialmente como una tautología. El interés que tienen para mí es que expresan acerca de la escisiparidad lo que otras dirían del ser en sí mis­mo, independientemente de un dato fortuito. Esto me im­porta por una razón. La escisiparidad, en el punto crítico del crecimiento, es la base objetiva de la reproducción sexual y es al mismo tiempo la base del erotismo-, pero en la experiencia inte­rior a  la que aludo, hay un elemento que me parece siempre perceptible: en ella alguna “cosa” es destruida, “algo” se convier­te en nada, aun cuando en definitiva en el erotismo el objeto coincida con el sujeto. Con la reflexión objetiva, la cosa que nos era dada se nos escapa dentro de la reflexión del sujeto sobre sí mismo, y tenemos la experiencia de la desaparición. El elemento aprehensible de la experiencia es captado negati­vamente; lo que captamos, si puedo decirlo así, es el vacío que deja atrás: habíamos captado, todavía nos esforzábamos por captar y de repente, ya no captamos nada.

El origen de mi método

Incluso de algún modo captamos la nada. Es curioso que la lengua francesa partiera de la palabra rem, que quería decir “cosa”, y le diera el sentido de nada [rien]…

Con respecto a la experiencia interior, mi afirmación no puede estar basada más que en el detalle. Aquí no he hablado sino del pasaje del ser vestido al ser desnudo. Pero la experien­cia interior antecede en mí a la reflexión objetiva, si no siem­pre, al menos en general, dado que desde el comienzo el desa­rrollo de mi pensamiento se remitió a ella como al hogar de donde le llegaba la luz (como la luz de la luna que le llega indirectamente del sol) —dado que la mayoría de las veces la memoria de un estado cualquiera era el origen de tediosas búsquedas (¿habría reflexionado sobre la escisiparidad si antes no hubiese vivido el desplazamiento que he considerado?). Pero necesitaba recuperar, dentro de la realidad objetiva, el momento en que ésta se disuelve. Reflexionar tan largamen­te, tan minuciosamente, que al final el objeto de la reflexión ya no sea nada, que se vuelva transparente, y que en lugar de verdades particulares, no haya más nada\ ése fue desde el prin­cipio el movimiento de retorno a lo que ya no es el pensa­miento y que constituyó el movimiento de mi pensamiento. Cada verdad era el obstáculo que me separaba del momento libre en que ya no se me impondría. No buscaba esas verda­des más sutiles, que yo habría extraído de mi reflexión sobre el tema. Por el contrario, me dedicaba preferentemente a la reflexión objetiva a fin de hallar en ella las vías que conduje­ran a la inanidad del objeto. Frente a mí, el pensamiento no es más que un desierto que yo debía realizar, cuyo contenido tenía que convertir en un vacío que hiciera aparecer finalmen­te la nada adonde nos llevan el rapto y el terror mezclados que es la vida sin reflexión. Tenía que despojar a la experiencia de la suma de creencias confusas que pretenden darle un sen­tido: tenía que recuperar la sensibilidad desnuda a la cual el pensamiento no le añade finalmente más que la certeza de la inanidad de cada pensamiento. Pero ese poco que le añade es mucho: es no vivir más a merced del temor consejero de estu­pideces, es la invitación al coraje de ser, sin socorro, sin espe­ranza, en el movimiento feliz de un hombre que no cuenta con nada, salvo con una audacia suspendida. La reflexión ex­trema nos devuelve a la situación primera cuando todavía nada nos había engañado: como en el primer día, podemos trans­formar el mundo utilizando la posibilidad para nuestras ne­cesidades, y nada nos empuja a servirnos de ello para nuestra desgracia. Pero los objetos de los que nos hemos servido no tienen otro sentido que la felicidad suspendida a la que nos arrojan. Más allá de esa felicidad que hicieron posible, pero a la que amenazan, son para nosotros la fantasmagoría que es el mundo, donde la felicidad que tenemos radica en liberarnos de su peso. Debemos pensar hasta el final para ya no ser vícti­mas del pensamiento, actuar hasta el final para ya no ser vícti­mas de los objetos que producimos.

 

De la división del individuo a la oposición entre el macho y la hembra, y de la hecatombe de las gónadas al vuelo nupcial

A este respecto, me parece además que la acción y el pensa­miento se unen necesariamente, y que en el extremo de lo posible que logran, no dejan de estar unidos. Frecuentemen­te, el pensamiento se separa de la acción, y la acción se separa del pensamiento llevado hasta el final por ella misma: se reencuentran un poco más lejos. Aun sin el pensamiento más remoto, que es la disolución del pensamiento, la acción se emprendería con el desconocimiento de las amenazas de di­solución que pesan sobre ella. El dilema de la destrucción y del crecimiento es sin duda el problema decisivo de la acción: la destrucción es el límite del crecimiento, el crecimiento des­considerado conduce a la destrucción desconsiderada. Pero la destrucción, por la cual pasamos de algo a nada, es también nuestro fin soberano. Esto se deduce de la experiencia que ob­tenemos dentro del erotismo. Se deduce también de los da­tos objetivos de la actividad sexual, cuyo punto de referencia exacto me esfuerzo en brindar de antemano.

Regreso ahora ai dato fundamental extraído de la escisi­paridad. En cierto sentido, no es una destrucción. Pero en el mundo no hay destrucción ni crecimiento de manera absolu­ta. Siempre lo que se incrementa y lo que se destruye es un ser particular, relativo ante el conjunto de lo dado. Si dentro del conjunto nunca percibimos objetivamente una pérdida, ni una creación, los seres relativos que distinguimos aparecen y desaparecen, se desarrollan a expensas de los otros o se pier­den en su beneficio. Así deberíamos decir que el individuo escisíparo se pierde en el momento en que se divide. Sé que es habitual llamarlo inmortal: pero sería verdad sólo si olvido al individuo que, en la división, ya no es. He mostrado que la discontinuidad es frente a mí el principio del ser del cual ha­blo, que yo concibo, y que una nueva discontinuidad me hace concebir por un instante la continuidad previa de nuevos se­res discontinuos: de tal manera, me ha hecho vislumbrar la nada de algo que es el nuevo ser discontinuo.

Nunca está ausente del juego de la reproducción sexuada esta base dada objetivamente por la sensación de nada. Esa modalidad es como un velo arrojado sobre la horrible simpli­cidad de la división: en las especies sexualmente diferenciadas, la mayoría de las veces los individuos que engendran sobrevi­ven individualmente, pero la gónada de la que procede el nuevo ser es el efecto de la división. Sigue siendo el crecimiento en el punto crítico que mediante la división se vuelve lo contrario del crecimiento, y sigue siendo la pérdida, no en el sentido absoluto de la palabra, sino la pérdida de lo que fue relativa­mente, que en parte se pierde o deja de existir. El individuo que engendra sobrevive, pero de alguna manera su muerte está comprometida en el nacimiento de los descendientes.

He dicho que el juego sexual velaba ese carácter de pérdida: pero lo acentúa al mismo tiempo que lo vela. Objetivamente la sexualidad compensa lo que en apariencia le concede al deseo de los seres, que quieren estar a salvo de la desaparición. En la reproducción sexual, el macho y la hembra efectúan sin desapa­recer esa división reproductiva que no dejaba que subsistiera nada de la función primera, puesto que dos nuevas células sucedían a la primera célula. El macho y la hembra sobreviven, aunque por cierto divididos por una división definitiva que ya no opone, como en la reproducción primitiva, a dos semejan­tes sino, en la medida de lo posible, a dos contrarios. Los so­brevivientes de ese naufragio que es la reproducción no escapa­rán sino con una condición: no permanecer simplemente al resguardo en el momento que los salvaba, que los rescataba del naufragio, donde la reproducción se vuelve una función aparte, distinta. Los seres separados de su función mortal estaban en principio a salvo, preservados de la división escisípara, pero frente a la división que anteriormente constituía seres múltiples, cada uno reflejo del otro, la reproducción en lo sucesivo constituiría seres diferentes. Al menos en la escisiparidad, el ser al perderse nunca se convertía en otro: en la sexualidad, reproducirse era desde un comienzo convertirse en otro. La función de repro­ducción diferenciada del ser se ligaba desde un comienzo a la diferencia entre el macho y la hembra. Igualmente en la sexua­lidad la reproducción sigue siendo la crisis donde el propio ser está en juego, la crisis provocada por el movimiento del ser que deseaba perdurar, fiel a sí mismo, en crecimiento, y que no quería ser puesto en juego. Aunque objetivamente el ser escisíparo recobraba al padre que había perdido, que no era él mismo, pero tampoco era diferente a él. La crisis no superaba la separación de aquel que de ningún modo podía plantearse como otro. Por el contrario, desde el primer paso el ser sexuado se encontraba con el otro, su semejante sin duda, y no obstante diferente a él. La división de la sexualidad que opuso el macho a la hembra pudo adquirir el sentido que le dio el mito de Platón. Más adelante, la diferenciación se reveló en la descen­dencia, aun cuando sobreviviera, el ser diferenciado al reprodu­cirse se aniquilaba de antemano en la multiplicidad de los se­mejantes diferentes. ¡Consideremos a la humanidad, al extre­mo en busca de su unidad perdida, furtiva, rencorosa, dispues­ta a tomar las armas! El amor es sin embargo el acontecimiento inesperado, el milagro donde recobramos la unidad en la dife­rencia, donde la división escisípara es compensada, repetida de alguna manera en sentido inverso.

En estas últimas frases, no era fácil evitar, al menos en el pensamiento del lector, la anticipación de sentimientos que nosotros mismos ligamos a esos elementos objetivos. Nues­tros sentimientos nunca prescinden de una perspectiva inte­rior y acaso la recíproca también sea verdadera. Por lo demás, al avanzar en estos dominios, tengo la intención de recorrerlos rápidamente sin recargarme con precisiones agobiantes. Sea como fuere, hasta ahora quise recurrir a datos más rigurosa­mente objetivos, a datos que la ciencia ha modificado y enri­quecido sin haberlos creado por completo.

Es también la ciencia la que evalúa la suma de dilapidación mediante la cual la sexualidad todavía asociaba a la función reproductiva el carácter de pérdida, que confirma de una ma­nera nueva el punto de crisis al que arriba el crecimiento. La desproporción de los recursos puestos en juego en la activi­dad generadora de seres es bien conocida. Me parece inútil alegar para darle mayor precisión el carácter infinitesimal del resultado con respecto a las cantidades comprometidas sin provecho alguno. Nacemos como un sobreviviente en un cam­po cubierto de muertos. Un desastre está en el origen del cre­cimiento al cual abastece, a pesar de todo, la actividad sexual considerada en su conjunto. Sin embargo, la oposición de los sexos y las masacres de gónadas no le agregan más que testi­monios menores a lo esencial.

Lo mismo sucede con esos acoplamientos mortales que perturban la imaginación del hombre y en los cuales, por ex­cepción, el juego ya no está velado en absoluto, en los cuales por lo menos el macho sucumbe en la crisis. El zángano que en la ceguera del vuelo nupcial muere por haberse acercado a la reina no ha dejado de suministrarle a la fantasía del erotis­mo una forma donde la anulación del ser como objeto es el símbolo de todo el juego. No obstante, es en la división escisípara donde la figura objetiva de las funciones genéticas coincide más con ese erotismo secreto que nos extravía en sus desplazamientos.

La exuberancia fundamental, el punto crítico y el don que la hace pasar de un ser a otro, negando la diferencia entre ellos

El cuestionamiento del propio ser se vuelve a hallar por lo tanto en todos los aspectos de la actividad reproductiva. Pero la sutileza de la desaparición del individuo en la división sólo responde a la profundidad horrible y dulce de la disolución erótica. No porque nuestras sensaciones reproduzcan con una exactitud aprehensible lo que en nosotros correspondería a los pasajes de lo continuo a lo discontinuo, de lo discontinuo o lo continuo. Eso es imposible por definición: esos despla­zamientos son indistintos. No obstante, es el sentido que ad­quieren los pasajes de la hembra al macho, del macho a la hembra. Es también el sentido de una alternancia entre la vio­lencia y la fusión.

La muerte por el contrario -a pesar del lenguaje que nos hace llamar al momento de la convulsión la “pequeña muer­te”2[2], a pesar de las impactantes afinidades- la muerte, en ra­zón de su carácter definido, definitivo, no corresponde a la sensación de eternidad del instante que se da en la fulguración del amor. Hablamos de la muerte de manera tajante: es sí ono. El erotismo es equívoco nunca es conseguida y la mayoría de las veces la violencia se desencadena sin renun­ciar a la fusión. El abrazo amoroso es ambiguo, como lo son las relaciones de los seres escisíparos en el momento de la di­visión: tiende a mantenerse en esa ambigüedad, tiende a vol­ver interminable un instante suspendido donde nada está zan­jado, donde a pesar de la lógica formal a es lo mismo que no a, aun cuando a siga siendo distinto de no a.

En efecto, no se trata de suprimir, sino solamente de negar la diferencia. Se trata de crear un punto de vista o, si se prefie­re, un conjunto confuso de sensaciones, donde se pierde la diferencia, donde aparece la inanidad de la diferencia. Lo que nos constituye como seres diferentes no es más cierto que la diferencia entre a´ y a´´ antes del momento de la división. De­bemos entonces, para acceder a la fusión, negar lo que distin­gue a las cosas unas de otras, destruirlas en tanto que son cosas distintas. En lugar de las cosas, debemos discernir la nada, en lugar del ser vestido, el ser desnudo, cuyo sentimiento desen­cadena la fusión erótica.

 

 

Fuente: Bataille, Georges: (2001) La felicidad, el erotismo y la literatura, Ensayos 1944/1961. Bs. As. Ed. Adriana Hidalgo. Paginas 338 a 363



[1] Es inútil insistir en el carácter hegeliano de esta operación, que corresponde al momento de la dialéctica expresado por el intraducibie verbo alemán aufheben (que supera conservando).

 

[2] En francés, la petite mort es una metáfora tradicional para designar el orgas­mo (T).

 

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