Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte

Por Sigmund Freud ( 1915 )

Ya comenzada la Primera Guerra Mundial, Freud reflexiona sobre la pulsión humana que se dirige a la guerra y la destrucción. Frente a éstas, no propone el rechazo sino una ética que contenga una pregunta y una conducta hacia la muerte.

 

Título Original: Zeitgemässes über Krieg und Tod, 1915.

 CONSIDERACIONES DE ACTUALIDAD SOBRE LA GUERRA Y LA MUERTE

 

I. Nuestra decepción ante la guerra

Arrastrados por el torbellino de esta época de guerra, sólo unilateralmente informados, a distancia insuficiente de las grandes transformaciones que se han cumplido ya o empiezan a cumplirse y sin atisbo alguno del futuro que se está estructurando, andamos descaminados en la significación que atribuimos a las impresiones que nos agobian y en la valoración de los juicios qu formamos. Quiere parecernos como si jamás acontecimiento alguno hubiera destruido tantos preciados bienes comunes a la Humanidad, trastornado tantas inteligencias, entre las más claras, y rebajado tan fundamentalmente las cosas más elevadas. ¡Hasta la ciencia misma ha perdido su imparcialidad desapasionada! Sus servidores, profundamente irritados, procuran extraer de ella armas con que contribuir a combatir al enemigo. El antropólogo declara inferior y degenerado al adversario, y el psiquiatra proclama el diagnóstico de su perturbación psíquica o mental. Pero, probablemente, sentimos con desmesurada intensidad la maldad de esta época y no tenemos derecho a compararla con la de otras que no hemos vivido

El individuo que no ha pasado a ser combatiente, convirtiéndose con ello en una partícula de la gigantesca maquinaria guerrera, se siente desorientado y confuso. Habrá, pues, de serle grata toda indicación que le haga más fácil orientarse de nuevo, por lo menos en su interior. Entre los factores responsables de la miseria anímica que aqueja a los no combatientes, y cuya superación les plantea tan arduos problemas, quisiéramos hacer resaltar dos, a los que dedicaremos el presente ensayo: la decepción que esta guerra ha provocado y el cambio de actitud espiritual ante la muerte al que —como todas las guerras— nos ha forzado. Cuando hablamos de una decepción ya sabe todo el mundo a la que nos referimos. No es preciso ser un fanático de la compasión; puede muy bien reconocerse la necesidad biológica y psicológica del sufrimiento para la economía de la vida humana y condenar, sin embargo, la guerra, sus medios y sus fines y anhelar su término. Nos decíamos, desde luego, que las guerras no podrían terminar mientras los pueblos vivieran en tan distintas condiciones de existencia, en tanto que la valoración de la vida individual difiera tanto de unos a otros y los odios que los separan representaran fuerzas instintivas anímicas tan poderosas. Estábamos, pues, preparados a que la Humanidad se viera aún, por mucho tiempo, envuelta en guerras entre los pueblos primitivos y los civilizados, entre las razas diferenciadas por el color de la piel e incluso entre los pueblos menos evolucionados o involucionados de Europa

Pero de las grandes naciones de raza blanca, señoras del mundo, a las que ha correspondido la dirección de la Humanidad, a las que se sabía al cuidado de los intereses mundiales y a las cuales se deben los progresos técnicos realizados en el domino de la Naturaleza, tanto como los más altos valores culturales, artísticos y científicos; de estos pueblos se esperaba que sabrían resolver de otro modo sus diferencias y sus conflictos de intereses. Dentro de cada una de estas naciones se habían prescrito al individuo elevadas normas morales, a las cuales debía ajustar su conducta si quería participar en la comunidad cultural. Tales preceptos, rigurosísimos a veces, le planteaban cumplidas exigencias, una amplia autolimitación y una acentuada renuncia a la satisfacción de sus instintos. Ante todo, le estaba prohibido servirse de las extraordinarias ventajas que la mentira y el engaño procuran en la competencia con los dems. El Estado civilizado consideraba estas normas morales como el fundamento de su existencia, salía abiertamente en su defensa apenas alguien intentaba infringirlas e incluso declaraba ilícito someterlas siquiera al examn de la razón crítica. Era, pues, de suponer que él mismo quería respetarlas y que no pensaba intentar contra ellas nada que constituyera una negación de los fundamentos de su misma experiencia. Por último, pudo observarse cómo dentro de estas naciones civilizadas había insertos ciertos restos de pueblos que eran, en general, poco gratos y a los que, por lo mismo, sólo a disgusto y con limitaciones se los admitía a participar en la obra de cultura común, para la cual se habían demostrado, sin embargo, suficientemente aptos. Pero podía creerse que los grandes pueblos mismos habían adquirido comprensión suficiente de sus elementos comunes y tolerancia bastante de sus diferencias para no fundir ya en uno solo, como sucedía en la antigüedad clásica, los conceptos de «extranjero» y «enemigo»

Confiando en este acuerdo de los pueblos civilizados, innumerables hombres se expatriaron para domiciliarse en el extranjero y enlazaron su existencia a las relaciones comerciales entre los pueblos amigos. Y aquellos a quienes las necesidades de la vida no encadenaban constantemente al mismo lugar podían formarse, con todas las ventajas y todos los atractivos de los países civilizados, una nueva patria mayor, que recorrían sin trabas ni sospechas. Gozaban así de los mares grises y los azules, de la belleza de las montañas nevadas y las verdes praderas, del encanto de los bosques norteños y de la magnificencia de la vegetación meridional, del ambiente de los paisajes sobre los que se ciernen grandes recuerdos históricos y de la serenidad de la Naturaleza intacta. Esta nueva patria era también para ellos un museo colmado de todos los tesoros que los artistas de la Humanidad civilizada haban creado y legado al mundo desde muchos años atrás. Al peregrinar de una en otra sala de este magno museo podían comprobar imparcialmente cuán diver sos tipos de perfección habían creado la mezcla de sangres, la Historia y la peculiaridad de la madre Tierra entre sus compatriotas de la patria mundial. Aquí se había desarrollado, en grado máximo, una serena energía indomable; allá, el arte de embellecer la vida; más allá, el sentido del orden y de la ley o alguna otra de las cualidades que han hecho del hombre el dueño de la Tierra.

No olvidemos tampoco que todo ciudadano del mundo civilizado se había creado un ‘Parnaso’ especial y una especial ‘Escuela de Atenas’. Entre los grandes pensadores, los grandes poetas y los grandes artistas de todas las naciones habían elegido aquellos a los que creía deber más y había unid en igual veneración a los maestros de su mismo pueblo y su mismo idioma y a los genios inmortales de la Antigüedad. Ninguno de estos grandes hombres le había parecido extraño a él porque hubiera hablado otra lengua: ni el incomparable investigador de las pasiones humanas, ni el apasionado adorador de la belleza, ni el profeta amenazador, ni el ingenioso satírico, y jamás se reprochaba por ello haber renegado de su propia nación ni de su amada lengua materna. El disfrute de la comunidad civilizada quedaba perturbado en ocasiones por voces premonitoras que recordaban cómo, a consecuencia de antiguas diferencias tradicionales, también entre los miembros de la misma eran inevitables las guerras. Voces a las que nos resistíamos a prestar oídos. Pero aun suponiendo que tal guerra llegara, ¿cómo se le representaba uno? Como una ocasión de mostrar los progresos alcanzados por la solidaridad humana desde aquella época en que los griegos prohibieon asolar las ciudades pertenecientes a la Confederación, talar sus olivares o cortarles el agua. Como un encuentro caballeresco que quisiera limitarse a demostrar la superioridad de una de las partes evitando en lo posible graves daños qu no hubieran de contribuir a tal decisión y respetando totalmente al herido que abandona la lucha y al médico y al enfermero deicados a su curación. Y, desde luego, con toda consideración a la población no beligerante, a las mujeres, alejadas del oficio de la guerra, y a los niños, que habrían de ser más adelante, por ambas partes, amigos y colaboradores. E igualmente, con pleno respeto a todas las empresas e instituciones internacionales en las que habían encarnado la comunidad cultural de los tiempos pacíficos

Tal guerra habría ya integrado horrores suficientes y difíciles de soportar, pero no habría interrumpido el desarrollo de las relaciones éticas entre los elementos individuales de la Humanidad, los pueblos y los Estados. La guerra, en la que no queríamos creer, estalló y trajo consigo una terrible decepción. No es tan sólo más sangrienta y más mortífera que ninguna de las pasadas, a causa del perfeccionamiento de las armas de ataque y defensa, sino también tan cruel, tan enconada y tan sin cuartel, por lo menos, como cualquiera de ellas. Infringe todas las limitaciones a las que los pueblos se obligaron en tiempos de paz —el llamado Derecho Internacional— y no reconoce ni los privilegios del herido y del médico, ni la diferencia entre los núcleos combatientes y pacíficos de la población, ni la propiedad privada. Derriba, con ciega cólera, cuanto le sale al paso, como si después de ella no hubiera ya de existir futuro alguno ni paz entre los hombres. Desgarra todos los lazos de solidaridad entre los pueblos combatientes y amenaza dejar tras de sí un encono que hará imposible durante mucho tiempo, su reanudación

Ha hecho, además, patente el fenómeno, apenas concebible, de que los pueblos civilizados se conocen y comprenden tan poco, que pueden revolverse, llenos de odio y de aborrecimiento, unos contra otros. Y el de que una de las grandes naciones civilizadas se ha hecho universalmente tan poco grata, que ha podido arriesgarse la tentativa de excluirla, como «bárbara», de la comunidad civilizada, no obstante tener demostrada, hace ya mucho tiempo, con las más espléndidas aportaciones, su íntima pertenencia a tal comunidad. Abrigamos la esperanza de que una Historia imparcial aportará la prueba de que precisamente esta nación, en cuyo idioma escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, es la que menos ha transgredido las leyes de la civilización. Pero ¿quién puede, en tiempos como éstos, erigirse en juez de su propia causa? Los pueblos son representados hasta cierto punto por los Estados que constituyen, y estos Estados, a su vez, por los Gobiernos que los rigen. El ciudadano individual comprueba con espanto en esta guerra algo que ya vislumbró en la paz; comprueba que el Estado ha prohibido al individuo la injusticia, no porque quisiera abolirla, sino porque pretendía monopolizarla, como el tabaco y la sal. El Estado combatiente se permite todas las injusticias y todas las violencias, que deshonrarían al individuo. No utiliza tan sólo contra el enemigo la astucia permisible (ruses de guerre), sino también la mentira a sabiendas y el engaño consciente, y ello es una medida que parece superar la acostumbrada en guerras anteriores. El Estado exige a sus ciudadanos un máximo de obediencia y de abnegación, pero los incapacita con un exceso de ocultación de la verdad y una censura de la intercomunicación y de la libre expresión de us opiniones, que dejan indefenso el ánimo de los individuos así sometidos intelectualmente, frente a toda situación desfavorable y todo rumor desastroso. Se desliga de todas las garantías y todos los convenios que habían concertado con otros Estados y confiesa abiertamente su codcia y su ansia de poderío, a las que el individuo tiene que dar, por patriotismo, su visto bueno

No es admisible la objeción de que el Estado no puede renunciar al empleo de la injusticia, porque tal renuncia le colocaría en situación desventajosa. También para el individuo supone una desventaja la sumisión a las normas morales y la renuncia al empleo brutal del poderío, y el Estado sólo muy raras veces se muestra capaz de compensar al individuo todos los sacrificios que de él ha exigido. No debe tampoco asombrarnos que el relajamiento de las relaciones morales entre los pueblos haya repercutido en la moralidad dl individuo, pues nuestra conciencia no es el juez incorruptible que los moralistas suponen, es tan sólo, en su origen, «angustia social», y no otra cosa. Allí donde la comunidad se abstiene de todo reproche, cesa también la yugulación de los malos impulsos, y los hombres cometen actos de crueldad, malicia, traición y brutalidad, cuya posibilidad se hubiera creído incompatible con su nivel cultural. De este modo, aquel ciudadano del mundo civilizado al que antes aludimos se halla hoy perplejo en un mundo que se le ha hecho ajeno, viendo arruinada su patria mundial, asoladas las posesiones comunes y divididos y rebajados a sus conciudadanos

Podemos, sin embargo, someter a una consideración crítica tal decepción y hallaremos que no está, en rigor, justificada, pues proviene del derrumbamiento de una ilusión. Las ilusiones nos son gratas porque nos ahorran sentimientos displacientes y nos dejan, en cambio, gozar de satisfacciones. Pero entonces habremos de aceptar sin lamentarnos que alguna vez choquen con un trozo de realidad y se hagan pedazos. Dos cosas han provocado nuestra decepción en esta guerra: la escasa moralidad exterior de los Estados, que interiormente adoptan el continente de guardianes de las normas morales, y la brutalidad en la conducta de los individuos de los que no se había esperado tal cosa como copartícipes de la más elevada civilización humana. Empecemos por el segundo punto e intentemos concretar en una sola frase, lo más breve posible, la idea que queremos criticar. ¿Cómo nos representamos en realidad el proceso por el cual un individuo se eleva a un grado superior de moralidad? La primera respuesta será, quizá, la de que el hombre es bueno y noble desde la cuna. Por nuestra parte, no hemos de entrar a discutirla. Pero una segunda solución afirmará la necesidad de un proceso evolutivo y supondrá que tal evolución consiste en que las malas inclinaciones del hombre son desarraigadas en él y sustituidas, bajo el influjo de la educación y de la cultura circundante, por inclinaciones al bien. Y entonces podemos ya extrañar sin reservas que en el hombre así educado vuelva a manifestarse tan eficientemente el mal

Ahora bien: esta segunda respuesta integra un principio que hemos de rebatir. En realidad, no hay un exterminio del mal. La investigación psicológica —o, más rigurosamente, la psicoanalítica— muestra que la esencia más profunda del hombre consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental, iguales en todos y tendentes a la satisfacción de ciertas necesidades primitivas. Estos impulsos instintivos no son en sí ni buenos ni malos. Los clasificamos, y clasificamos así sus manifestaciones, según su relación con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Debe concederse, desde luego, que todos los impulsos que la sociedad prohíbe como malos —tomemos como representación de los mismos los impulsos egoístas y los crueles— se encuentran entre tales impulsos primitivos. Estos impulsos primitivos recorren un largo camino evolutivo hasta mostrarse eficientes en el adulto. Son inhibidos, dirigidos hacia otros fines y sectores, se amalgaman entre sí, cambian de objeto y se vuelven en parte contra la propia persona. Ciertos productos de la reacción contra algunos de estos instintos fingen una transforma ción intrínseca de los mismos, como si el egoísmo se hubiera hecho compasión y la crueldad altruismo. La aparición de estos productos de la reacción es favorecida por la circunstancia de que algunos impulsos instintivos surgen csi desde el principio, formando parejas de elementos antitéticos, circunstancia singularísima y poco conocida, a la que se ha dado el nombre de ambivalencia de los sentimientos. El hecho de este género más fácilmente observable y comprensible es la frecuente coexistencia de un intenso amor y un odio intnso en la misma persona. A lo cual agrega el psicoanálisis que ambos impulsos sentimentales contrapuestos toman muchas veces también a la misma personacomo objeto

Sólo una vez superados todos estos destinos del instinto surge aquello que llamamos el carácter de un hombre, el cual, como es sabido, sólo muy insuficientemente puede ser clasificado con el criterio de bueno o malo. El hombre es raras veces completamente bueno o malo; por lo general, es bueno en unas circunstancias y malo en otras, o bueno en unas condiciones exteriores y decididamente malo en otras. Resulta muy interesante observar que la preexistencia infantil de intensos impulsos malos es precisamente la condición de un carísimo viraje del adulto hacia el bien. Los mayores egoístas infantiles pueden llegar a ser los ciudadanos más altruistas y abnegados; en cambio, la mayor parte de los hombres compasivos, filántropos y protectores de los animales fueron en su infancia pequeños sádicos y torturadores de cualquier animalito que se ponía a su alcance.

(…)

 Fuente: www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.

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